Cuidado, que vienen esos tiempos. Esos tiempos en
los que la nostalgia es un signo imperante de carne y sudor. Cuidado que
se avecinan los días de los gritos y las ventanas abiertas. Que vienen
los mullidos pensamientos que se acuestan en la levedad de una sábana
mojada de verano. Somos esclavos, algunos, de esos tiempos en los que es
leve lo que es profundo, es fácil lo que es hermoso y es dulce lo que
sabe a sexo. O salado, depende de gustos.
De los
vientinueve a los treinta y dos años compartí mi vida con una mujer que
se llamaba Clara. Éramos felices, relativamente, y sorteábamos los
coñazos del día a día sin complicaciones. Creo que sexualmente estábamos
bien, y digo creo pero en realidad es creía, porque aunque en aquel
momento pensaba que no podía ponerle pegas, luego más tarde quizá me di
cuenta de que sí. ¿Pero quién puede adivinar lo que seremos o desearemos
en el futuro, si a menudo es complicado saberlo en el presente? Es
importante aclararlo para entender el matiz de lo que voy a contar a
continuación.
Hacia el ecuador de nuestra relación, Clara y yo
hicimos un viaje a Menorca y nos alojamos en un apartamento que estaba
cerca de Mahón. El tiempo en la isla transcurrió con normalidad. Clara y
yo nos llevábamos bien. Leíamos cada uno sus novelas durante
interminables sesiones en la playa en las que o dormíamos, o mirábamos
el mar, o nos enfrentábamos al novelón tocho de turno que uno piensa que
solo puede leer en las vacaciones. Ocasionalmente hacíamos el amor
antes de dormir.
Una mañana Clara y yo paseábamos por
Mahón cuando de pronto, con ese anhelo de encontrar el camino
alternativo que invade a todo turista, nos adentramos en una calle
residencial en la que no había nada. Estábamos solos, era la hora de la
siesta, y el silencio era apabullante. La calle era larga, y no había
prácticamente caminos que se cruzaran perpendicularmente por ella. Una
vez dentro, o te dabas la vuelta o llegabas hasta el final. Fue entonces
cuando desde una de las ventanas, Clara y yo oímos a una pareja follar.
Follában ruidosamente, con violencia, sin disimulo, con una pasión y un
ahínco ruborizantes. No me atreví a mirar a Clara, y creo que ella no
se atrevió a mirarme a mí. Lo mejor era seguir caminando, sin
detenernos, con la esperanza de que la calle acabara pronto. Los
gemidos, sobre todo de ella, se nos clavaban en los oídos. No podíamos
oir otra cosa. Y a pesar de que podríamos haber hecho alguna broma, o
romper el hielo de alguna forma, ni Clara ni yo dijimos nada en todo el
camino. Cuando llegamos a la altura de la ventana dichosa y los gritos
de placer se oían casi como si los dos estuviéramos allí, con los
amantes, ninguno tuvo el valor de mirar hacia arriba. Aceleramos el
paso, y recuperarnos cierta serenidad cuando ya estábamos lejos. Cuando
salimos de la calle yo estaba sudando. Tardé en volver a mirar a Clara a
los ojos esa tarde. Tenía miedo de que dijera algo o de que hiciera
algún tipo de referencia a lo que acababa de ocurrir. Clara y yo nunca
habíamos follado así, y reconozco que apartir de aquel día ese
pensamiento fue uno de los muchos que no me abandonaron hasta que se
terminó nuestra relación año y medio después.
Y cinco
años después volví a Mahón a una lectura en una librería que pertenecía
a la madre de una amiga en Madrid. Me lo pidió como favor, que fuera a
la librería de su madre en Mahón y leyera algo mío. Favor me hacía ella a
mí. Después de la lectura nos quedamos unos cuantos conocidos a tomar
algo en un bar, y conocí a una chica, Lucía, una mujer que andaba por
allí y que era hermana de un conocido de mi amiga. Hablamos durante un
rato, en el que en seguida entendí que era una mujer apasionante, llena
de vida, de esas personas que llenan tu mente de un flashazo y dejan un
poso de deseo que nunca se agota. Lucía tenía los ojos grandes y me
miraba como yo la miraba a ella. Aguantamos juntos hasta que se fue el
último del bar, pero bebimos demasiado, y aunque nos besamos en la
calle nada más salir y quedarnos solos, cuando Lucía llegó a la cama de
mi pensión se derrumbó y se quedó dormida mientras yo le besaba los
brazos y el cuello. Abrió un par de veces los ojos y me miró. Me dijo
incluso en un momento, con una voz lánguida de entresueños, "hazme el
amor", pero en seguida entró en una fase profunda del sueño y solo quedó
su figura semidesnuda, iluminada por una descarada luna isleña, y una
graciosa y hermosa boca abierta que podía haber sido el himno de los
sueños de cualquier ternura.
Lucía se levantó al día
siguiente y me miró a los ojos. Me despertó. Me besó. Se desnudó y me
desnudó a mí. Sin mediar palabra nuestras lenguas madrugadoras se
humedecieron con el contacto y recuperaron la lubricación de la noche
anterior. Nos tocamos desesperadamente, como amantes que no quieren
perderse su cuerpo, con la ansiedad del que se adentra en territorio
desconocido y en seguida está de vuelta sobre sus pasos, intrigado por
rencontrarse con lo nuevo, que es como agua fría en una piel ardiendo.
Con las bocas rojas y olor a saliba en toda la cara penetré a Lucía y
solo entonces conocí a la otra Lucía. La dueña de un deseo que no
parecía humano, la diosa de una exhaltación que me llevó a otro planeta,
como una droga sicodélica. Lucía gritaba, sí, pero gritar es una
expresión burda para describir lo que hacía Lucía. Lucía reventaba el
mundo como si fuera más pequeño que ella, pataleaba la normalidad de lo mediocre, me secuestraba dentro de una burbuja que volaba lejos y
daba mil vueltas, como una lavadora. No era yo quien penetraba a Lucía,
era ella quien absorbía el mundo a través de mí, usándome casi como un
puente, como una herramienta, y luego lo escupía de vuelta a través de
su boca convertido en algo más real, más puro, más humano, pero a la
vez, absolutamente desconocido para mí. Entiendo que parezca exagerado,
pero tiendo a exagerar porque creo que solo en la reducción de una
exageración está la verdad. Que cada uno haga sus cálculos cuando afirmo
que los gemidos de Lucía me ayudaron a entender el mundo.
Terminamos,
si se puede terminar algo que es un todo en sí mismo y no un camino con
un principio y un fin, me recosté en la cama y miré el techo. El sol
inundaba las paredes. La brisa de la calle desveló que la ventana había
estado abierta todo este tiempo, que nuestra intimididad se había
colado en la calle, y que probablemente, más de un vecino nos había
escuchado. Me levanté entonces y me asomé por la ventana. La calle estaba vacía, pero
aunque estaba vacía, pude ver perfectamente a Clara caminando a lo
lejos, a paso acelerado, azorada. Ya casi había llegado al final de la
calle. Iba sola, y no miró nunca atrás. No era la misma calle, no era la
misma hora, puede que ni si quiera fuera Mahón. Era un ciclo que se
cerraba en algún lugar del mundo, un círculo que solo podía volver a
empezar y llevarme a caminar a otra calle, quizás, con otra Clara, o
solo, o que podía detenerse allí si es que un camino en círculo puede
detenerse en el momento en el que encierra la felicidad.