miércoles, 28 de diciembre de 2016

La única imagen que puede rescatarme de la Navidad.



Ya casi no éramos nada. Se notaba en la piel. Vivíamos lejos del entendimiento. Incautos, inhumanos, respetuosos pero irascibles. Éramos muertos andantes, como tripulantes de un barco en la niebla, como religiosas que cantan herméticamente sus oraciones en un convento mientras fuera llueve sobre los cipreses. Lineales, constantes, como el pitido en el monitadorado de un quirófano, como el muerto que se queda en la camilla mientras su cirujano se quita la mascarilla.
Solo tres colores representaban la Navidad en nuestro salón: el blanco, el rojo, y el verde. Brillaban las luces de un árbol puesto sin ganas. Habíamos comprado los regalos todos en la misma tienda del mismo centro comercial. ¿Tienen papel para envolver? Sobres. Y en sobres habíamos metido los regalos. Sobres cerrados con una pegatina que tenía dibujada una especie de campanita. Y ya está. A los niños les da igual. Pero antes, recuerdo, lo envolvíamos todo con diferentes papeles. Por lo tanto antes el árbol quedaba rodeado por paquetes de diferentes texturas y tonalidades. Hoy parece un escaparate de ese mismo centro comercial.
Muertos. Indiferentes. Grises. Y sin embargo, ahí estábamos. Solo nos quedaba una tradición por olvidar. Solo un pequeño detalle que habíamos hecho todos y cada uno de los años hasta ahora: follar la noche de reyes delante del árbol. De alguna manera, los dos sabíamos que si esa noche no follábamos delante del árbol, todo estaba acabado. Lo habíamos hecho siempre desde que tuvimos el primer hijo. Fue una promesa que nos hicimos, un reto, una obligación. El 28 de diciembre de 2008 operaron a Ana de apendicitis, y aún así, la noche del seis de enero follamos. Despecito, yo encima, con mucho cuidado, pero lo hicimos. Dos años más tarde yo tenía fiebre, pero también lo hicimos, ella encima, sin besarme, porque me sabía la boca a enfermedad, pero follamos. Total que este año era crucial hacerlo, y sin embargo, todo parecía indicar que no lo íbamos a hacer, que estaba todo acabado, y me venían las imágenes de las monjas cantando, de los cipreses, de la muerte. Llevaba todas las navidades pensando en la muerte. ¿Cómo iba a follar?

La noche del cinco de enero de 2017 Ana y yo terminamos de colocar los regalos debajo del árbol y nos sentamos en el sofá. Encima de la mesa estaban las copas de vino que habíamos preparado con los niños para recibir a los reyes. Yo me bebí la de melchor y Ana de la baltasar. Tradicionalmente, la de Gaspar la compartíamos después de follar. Ana me pidió que echara un vistazo en la habitación de los niños a ver si estaban ya dormidos y yo obedecí, posponiendo el momento de decirle que no tenía ganas de nada. Pero sí, los niños estaban dormidos. De camino hacia salón, avanzando por el pasillo, me fijé en la sombra parpadeante que proyectaban las luces del árbol en el pasillo. Me imaginé una ambulancia que llevaba un muerto dentro. Me imaginé que yo iba en esa ambulancia, a punto de morir. Me imaginé las calles nocturnas y el sonido de la ambulancia entrando por la ventana de dormitorios de otras parejas que sí estaban follando. Pero cuando llegué al salón desapareció todo pensamiento, toda imaginación. El poder de lo real siempre ha sido mi debilidad. Ana lo sabía, y por eso estaba de pie, desnuda, delante del árbol, mirándome. Mis ojos la recorrieron como por primera vez. Desde los pies, pasando por el coño hasta sus pechos y el rostro, que sugerente, me invitó a desnudarme. Y esto fue: Ana desnuda.
La única imagen que puede rescatarme de la Navidad.

miércoles, 24 de agosto de 2016

El recuerdo que vino después del orgasmo



A veces me pasa que tengo un orgasmo y me quedo pensando en cualquier cosa. Me pasó por ejemplo en el bungalow de un camping de Almería, en las últimas vacaciones que pasé en San José con Manuel, mi nuevo novio. Tiene él una sensibilidad y una especie de relación especial con mi coño, o quizá sea una pasión, o una fijación, o vete tú a saber el qué, pero me lo come como no me lo ha comido nadie en mucho tiempo (salvando quizá el turco ese con el que estuve en mis vacaciones de Grecia), y me corro con él de una manera especial y salvaje, hasta el punto de que me quedo como vahída, y cuanto más vahída me quedo, más sumida en mis pensamientos. No me da vergüenza reconocer que justo después de aquel orgasmo en San José, producido mientras me comía el coño, yo de espaldas a él, de rodillas en la cama, y él detrás, clavando su nariz en mi culo, me acordé de mis hijas, Ana y Lucía, de once y trece años respectivamente. A punto estuve de decir sus nombres cuando me derrumbé en la cama, y las ví en mi cabeza como en las películas, como cuando hay un sueño y la luz viene fuerte de detrás y lo llena todo y solo se ven las caras de los personajes. La imagen me trasladó a un recuerdo de ellas que me hizo llorar. Me preguntó Manuel si lloraba por el dolor, o por el orgasmo. No respondí porque no me gusta mentir y porque era demasiado difícil explicar por qué lloraba por mis hijas. Pero el recuerdo era hermoso, y lloraba de felicidad.

Una noche llegué a casa del trabajo a las diez y media y me encontré a mis hijas en casa revolucionadas. Se había colado en casa una salamandra. La mayor había tomado el mando y portaba un recogedor como arma y los guantes de fregar como protección. "Mamá, se nos ha colado una salamandra". Perseguimos al bicho por toda la casa, movimos muebles, armarios y mesas y abrimos ventanas y puertas, pero aquella escurridiza hija de puta era más hábil que nosotras y siempre aparecía en el techo, o encima de una puerta, o asomando la cola debajo de un mueble que parecía imposible mover. Mis hijas empezaron a agotarse y Ana, la pequeña, me preguntó qué podíamos hacer, pero se adelantó la mayor. "Y qué vamos a hacer, pues echarla. ¿O vamos a dormir con ella?". Pues eso, que a veces la pequeña cabrona preadolescente tenía razón y vuelta a empezar con la salamandra.

A la una menos cuarto de la noche la salamandra se colocó encima del marco de la puerta de la terraza y empezó a temblar, probablemente tan agotada como nosotras, y soltó una pata de la pared. Ante éste primer síntoma de debilidad del bicho, miré a Lucía, que empuñó el recogedor con frialdad, y después a Ana, que se había quedado dormida en el sofá con la linterna del móvil encendida. La salamandra se desplomó y quedó inconsciente en el suelo del salón. "¡Ha caído!" Con el grito de su hermana, la pequeña se despertó y pegó un salto del sofá con el móvil en la mano. Atenta como si fuera el cámara de un evento deportivo, la maldita niña encendió la cámara del móvil y se puso a grabar. Ana se lanzó con el recogedor, cazó a la salamandrá y la lanzó por la ventana sin piedad. Fue su agotamiento contra el nuestro, y perdió el pobre animal como no quedaba más remedio. Las tres nos pusimos a gritar y a abrazarnos, y mientras Ana todavía nos grababa, con solo once añitos soltó por su boquita "¡La familia unida por una salamandra!". En su momento me hizo gracia, como me hacen gracia sus graciejos en general y su particular transcurrir por el mundo de los adultos, pero al día siguiente, qué coño, cuando vi el video, lloré. Hacia mucho tiempo que no pasábamos un rato las tres, juntas, riéndonos, unidas en un empeño, aunque fuera pequeño, como el de cazar a aquella estúpida salamandra. Y había sido un año duro, un año de muchas desilusiones y muchas peleas. El primer año que mis hijas tuvieron que entender que su madre también tenía novios.

Manuel dijo mi nombre cuatro veces hasta que le oí. Me giré y él se tumbó a mi lado, todavía húmeda y caliente su cara, con su olor a mí. Llevaba la camiseta puesta, sudada, porque él sudaba, y había un dibujo en ella. El de una salamandra. Por lo menos no estoy tan loca, pensé, y le besé antes de darle a él lo mismo que él me había dado a mí.

lunes, 25 de julio de 2016

El sueño que tuvo Laura Andrade





A las diez de la mañana del sábado pasado, (calculen la fecha según la cabecera de este post), Laura Andrade, una buena amiga a la que he cambiado el nombre en este relato, vivió la historia que voy a relatar a continuación. Ella me contó esto ayer, sin demasiada emoción, sin darle demasiada trascendencia, con una especie de pudor científico nada disimulado, pero con bastante concrección.

La noche del viernes al sábado, Laura se atragantó con un sueño. Matías, un joven de su barrio que vendía pan artesanal en una moderna panadería decorada como si fuera una sala de conciertos berlinesa y donde siempre ponía temas de folk americano, apareció en ese sueño embadurnado de harina, como un monstruo de piel blanca (Matías era grande y robusto) o el miembro de una tribu de esas que se pintan todo el cuerpo con algún tipo de barro coloreado. Embadurnado en harina y desnudo, Matías corría en el sueño de Laura por un prado verde, y botaba su enorme miembro sobre el horizonte de hierba mientras una nube de polvo blanco iba dejando una estela, como si fuera una estrella fugaz. Parecía contento, decía Laura, y se acercaba a mí.

"¿Te daba miedo?" le pregunté.

"No, todo lo contrario. Yo deseaba que llegara hasta mí y me tocara".

Y así fue como Matías llegó hasta donde estaba Laura, la tumbó sobre la hierba, la desnudó y metió su cabeza entre sus piernas. Pronto Laura descubrió como varias partes de su cuerpo desnudo ya habían sido impregnadas con la huella de la harina, con marcas de los dedos de él en su tripa y en la parte baja de sus muslos. La propia humedad de Laura y la saliva de Matías mezcladas con la harina empezaron a formar una suerte de masa que Matías acumulaba sobre la hierba mientras seguía jugando con su lengua entre las piernas de ella. En un momento dado, Laura abrió los ojos y descubrió a Matías masturbándose con una mano mientras con la otra hacía acopio de toda la harina que le quedaba en el cuerpo para llevarla a su coño, de donde salía reconvertida en una masa sólida. En el sueño, me contó Laura, "me sentía como si estuviera dando a luz comida, como si de mí saliera el pan que alimentaría a toda la humanidad".

Nos reímos.

"Como si fueras la madre de todos los hambrientos". 

"Me río ahora, pero en su momento eyaculé teniendo este pensamiento. Me ponía cachonda ser una fuente de alimento".

Y eyaculó. Eyacularon.

Matías terminó de juntar todos los líquidos de ambos cuerpos y armó una masa sólida y consistente. Como era un sueño, de pronto, y sin preaviso, apareció un horno en mitad del prado. Matías metió dentro de él la masa y esperaron juntos, desnudos, a que el pan se cociera. Laura recuerda que a pesar de que generalmente en los sueños no era capaz de oler, en aquel se emborrachó con el olor de la cocción mientras Matías le hacía cosquillas con sus dedos gordos sobre la tripa, la espalda y el culo.

No recuerda mucho más de ese sueño, salvo que el pan estaba delicioso.

"Y me levanté el sábado, y como todos los sábados me tomé un café con Quique y más tarde, mientras él salía a correr, bajé a comprar el pan, solo que esta vez estaba un poco ruborizada y nerviosa porque me acordaba perfectamente del sueño que acababa de tener. Curiosamente, la panadería de Matías tenía la puerta cerrada y la verja echada a medias, pero no sé por qué, quizá por la confianza, o porque me molestaba ese obstáculo a mi rutina, moví el pomo, la puerta se abrió y entré. La música estaba más alta que nunca. Sonaba a todo trapo un disco de The underground Youth, y había cierto desorden en la panadería. Cajas abiertas por todas partes y todo a medio hacer, como si una actividad frenética de pronto se hubiera quedado a medias. Y delante del mostrador, unas cajas inmensas llenas de cartones de leche, de una leche que solo hacen en Galicia y que tiene un dibujo de un inmenso prado verde en el cartón. Me reí, claro, porque me recordó al sueño, pero pronto me distraje con un sonido que venía de dentro. Una especie de respiración profunda seguida de un roce arenoso. Llamé a Matías, pero la música me tapó. Caminé más allá de la recepción y abrí una puerta de metal que me llevó al almacén. La respiración profunda se convirtió en un gemido que giró mi mirada hacia la derecha. Matías estaba debajo de una mujer igual de grande que él. Estaban follando, semivestidos los dos con unos monos blancos que se habían quitado lo justo para poder efectuar la penetración. A su alrededor, cuatro o cinco sacos grandes de harina se habían caído formando una cama de polvo blanco que impregnaba sus pieles. No me vieron. Estaban follando muy bien, con muchas ganas y con mucha concentración. Dudo mucho que hubieran visto nada más allá de sus propios cuerpos. Me giré para marcharme y me encontré con una bandeja llena de masas crudas. Robé una de ellas y me marché"

"¿Qué hiciste con ella?"

"Me masturbé oliéndola antes de que Quique volviera de correr".

martes, 5 de julio de 2016

El círculo de Mahón




Cuidado, que vienen esos tiempos. Esos tiempos en los que la nostalgia es un signo imperante de carne y sudor. Cuidado que se avecinan los días de los gritos y las ventanas abiertas. Que vienen los mullidos pensamientos que se acuestan en la levedad de una sábana mojada de verano. Somos esclavos, algunos, de esos tiempos en los que es leve lo que es profundo, es fácil lo que es hermoso y es dulce lo que sabe a sexo. O salado, depende de gustos.

De los vientinueve a los treinta y dos años compartí mi vida con una mujer que se llamaba Clara. Éramos felices, relativamente, y sorteábamos los coñazos del día a día sin complicaciones. Creo que sexualmente estábamos bien, y digo creo pero en realidad es creía, porque aunque en aquel momento pensaba que no podía ponerle pegas, luego más tarde quizá me di cuenta de que sí. ¿Pero quién puede adivinar lo que seremos o desearemos en el futuro, si a menudo es complicado saberlo en el presente? Es importante aclararlo para entender el matiz de lo que voy a contar a continuación.

Hacia el ecuador de nuestra relación, Clara y yo hicimos un viaje a Menorca y nos alojamos en un apartamento que estaba cerca de Mahón. El tiempo en la isla transcurrió con normalidad. Clara y yo nos llevábamos bien. Leíamos cada uno sus novelas durante interminables sesiones en la playa en las que o dormíamos, o mirábamos el mar, o nos enfrentábamos al novelón tocho de turno que uno piensa que solo puede leer en las vacaciones. Ocasionalmente hacíamos el amor antes de dormir.
Una mañana Clara y yo paseábamos por Mahón cuando de pronto, con ese anhelo de encontrar el camino alternativo que invade a todo turista, nos adentramos en una calle residencial en la que no había nada. Estábamos solos, era la hora de la siesta, y el silencio era apabullante. La calle era larga, y no había prácticamente caminos que se cruzaran perpendicularmente por ella. Una vez dentro, o te dabas la vuelta o llegabas hasta el final. Fue entonces cuando desde una de las ventanas, Clara y yo oímos a una pareja follar. Follában ruidosamente, con violencia, sin disimulo, con una pasión y un ahínco ruborizantes. No me atreví a mirar a Clara, y creo que ella no se atrevió a mirarme a mí. Lo mejor era seguir caminando, sin detenernos, con la esperanza de que la calle acabara pronto. Los gemidos, sobre todo de ella, se nos clavaban en los oídos. No podíamos oir otra cosa. Y a pesar de que podríamos haber hecho alguna broma, o romper el hielo de alguna forma, ni Clara ni yo dijimos nada en todo el camino. Cuando llegamos a la altura de la ventana dichosa y los gritos de placer se oían casi como si los dos estuviéramos allí, con los amantes, ninguno tuvo el valor de mirar hacia arriba. Aceleramos el paso, y recuperarnos cierta serenidad cuando ya estábamos lejos. Cuando salimos de la calle yo estaba sudando. Tardé en volver a mirar a Clara a los ojos esa tarde. Tenía miedo de que dijera algo o de que hiciera algún tipo de referencia a lo que acababa de ocurrir. Clara y yo nunca habíamos follado así, y reconozco que apartir de aquel día ese pensamiento fue uno de los muchos que no me abandonaron hasta que se terminó nuestra relación año y medio después.

Y cinco años después volví a Mahón a una lectura en una librería que pertenecía a la madre de una amiga en Madrid. Me lo pidió como favor, que fuera a la librería de su madre en Mahón y leyera algo mío. Favor me hacía ella a mí. Después de la lectura nos quedamos unos cuantos conocidos a tomar algo en un bar, y conocí a una chica, Lucía, una mujer que andaba por allí y que era hermana de un conocido de mi amiga. Hablamos durante un rato, en el que en seguida entendí que era una mujer apasionante, llena de vida, de esas personas que llenan tu mente de un flashazo y dejan un poso de deseo que nunca se agota. Lucía tenía los ojos grandes y me miraba como yo la miraba a ella. Aguantamos juntos hasta que se fue el último del bar, pero bebimos demasiado, y aunque nos besamos en la calle nada más salir y quedarnos solos, cuando Lucía llegó a la cama de mi pensión se derrumbó y se quedó dormida mientras yo le besaba los brazos y el cuello. Abrió un par de veces los ojos y me miró. Me dijo incluso en un momento, con una voz lánguida de entresueños, "hazme el amor", pero en seguida entró en una fase profunda del sueño y solo quedó su figura semidesnuda, iluminada por una descarada luna isleña, y una graciosa y hermosa boca abierta que podía haber sido el himno de los sueños de cualquier ternura.

Lucía se levantó al día siguiente y me miró a los ojos. Me despertó. Me besó. Se desnudó y me desnudó a mí. Sin mediar palabra nuestras lenguas madrugadoras se humedecieron con el contacto y recuperaron la lubricación de la noche anterior. Nos tocamos desesperadamente, como amantes que no quieren perderse su cuerpo, con la ansiedad del que se adentra en territorio desconocido y en seguida está de vuelta sobre sus pasos, intrigado por rencontrarse con lo nuevo, que es como agua fría en una piel ardiendo. Con las bocas rojas y olor a saliba en toda la cara penetré a Lucía y solo entonces conocí a la otra Lucía. La dueña de un deseo que no parecía humano, la diosa de una exhaltación que me llevó a otro planeta, como una droga sicodélica. Lucía gritaba, sí, pero gritar es una expresión burda para describir lo que hacía Lucía. Lucía reventaba el mundo como si fuera más pequeño que ella, pataleaba la normalidad de lo mediocre, me secuestraba dentro de una burbuja que volaba lejos y daba mil vueltas, como una lavadora. No era yo quien penetraba a Lucía, era ella quien absorbía el mundo a través de mí, usándome casi como un puente, como una herramienta, y luego lo escupía de vuelta a través de su boca convertido en algo más real, más puro, más humano, pero a la vez, absolutamente desconocido para mí. Entiendo que parezca exagerado, pero tiendo a exagerar porque creo que solo en la reducción de una exageración está la verdad. Que cada uno haga sus cálculos cuando afirmo que los gemidos de Lucía me ayudaron a entender el mundo.

Terminamos, si se puede terminar algo que es un todo en sí mismo y no un camino con un principio y un fin, me recosté en la cama y miré el techo. El sol inundaba las paredes. La brisa de la calle desveló que la ventana había estado abierta todo este tiempo, que nuestra intimididad se había colado en la calle, y que probablemente, más de un vecino nos había escuchado. Me levanté entonces y me asomé por la ventana. La calle estaba vacía, pero aunque estaba vacía, pude ver perfectamente a Clara caminando a lo lejos, a paso acelerado, azorada. Ya casi había llegado al final de la calle. Iba sola, y no miró nunca atrás. No era la misma calle, no era la misma hora, puede que ni si quiera fuera Mahón. Era un ciclo que se cerraba en algún lugar del mundo, un círculo que solo podía volver a empezar y llevarme a caminar a otra calle, quizás, con otra Clara, o solo, o que podía detenerse allí si es que un camino en círculo puede detenerse en el momento en el que encierra la felicidad.