domingo, 29 de mayo de 2011

Una ducha de agua fría


Extraña sensación al lavarse las manos. Acababa de venir de tirar la basura, el triste paseo de los domingos empapado esta vez por un calor soporífero y cubierto por nubes grises. Tenía las manos calientes. En el espejo del ascensor se había visto despeinado. No se había duchado todavía. Su piel tenía una lámina transparente de grasa. Había estado abrazando a una chica el día antes. Había estado besándola. Le había metido la mano por debajo del pantalón. Sus brazos estaban llenos de eso. Y de repente se le ocurrió mear, y sintió que era debido lavarse las manos después, unas manos que llevaban sufriendo demasiado tiempo, y que las bolsas de basura habían maltratado también a su manera. Metió las manos debajo del grifo y el agua fría las despertó. Aumentó la presión del agua y mojó también los brazos. Se llevó las manos a la cara para sentir el frío también en los ojos y la boca. Se quitó la camiseta y abrazó su propio cuerpo con los brazos empapados en agua fría. Se desnudó y se lanzó a la ducha. Puso el agua muy fría y se metió debajo. Su piel se puso dura y su cabeza se vació de pensamientos durante un segundo. Luego de repente pensó en aeropuertos, pensó en países diferentes. No sabía por qué. Pensó en lugares fríos. Pensó en mujeres frías, en manos frías. Pensó en masturbarse pero era imposible. Estuvo pensando un rato, tratando de recordar si recordaba algún tipo de polvo frío. Le costaba recordar y se mezclaban en su cabeza polvos que en realidad no eran fríos sino que habían sido fallidos o poco satisfactorios. Ese tipo de pensamientos negativos no encontraban asilo en el agua fría y decidió que era hora de cambiar de rumbo. La chica que había besado la noche antes tenía los ojos saltones y el pelo sucio. Pequeña, poco atractiva, pero deseosa de follar como una montaña de piernas peludas. Eso era lo que le había atraído de ella. En cualquier otro momento habría sucumbido. Habría escuchado, habría vuelto. En realidad sabía que lo que le había jodido el polvo era no haber tenido dinero para un taxi. Ese tipo de calentones no sobreviven nunca un autobús nocturno. No puedes caminar con la chica hasta Cibeles, no puedes sentarte con ella en una acera, esperar diez minutos, que llegue el autobús, entrar dentro, esperar a que arranque, y luego los quince minutos hasta tu casa. En total pasan a lo mejor más de cuarenta minutos. Cuarenta minutos en los que piensas. Piensas y la ves. Tienes que verla. Y todo a tu alrededor es un error. La gente a tu alrededor ha bebido demasiado. Un tipo abre una mochila y vomita dentro y te mira increpante. O lo peor, un amigo del barrio, un conocido que ha bebido mucho y tiene ganas de saber de ti porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vio. Y mientras tanto ella a tu lado. Te mira, te quiere besar. Ya la has besado antes y has querido follar con ella. Pero poco a poco estás dejando de querer follar con ella, y el camino es largo, y sabes que una vez que arranque el autobús estás perdido, que tarde o temprano llegarás a casa con ella y que tendrás que hacer un esfuerzo por volver a recuperar la pasión que había en el bar. Pero tu casa no es un bar. Es peor que cualquier otro sitio. Es la casa de tus padres. Un espacio de intimidad invadido por tu vida, por tu infancia. Cuando algo ocurre en esa casa es porque hay algo más, siempre hay algo más. Todo esto había pensado en el autobús la noche antes, y todo esto recordó en la ducha de agua fría. Tres paradas antes de llegar a su casa había esperado a que saliera el último pasajero y aprovechando su cercanía a la puerta, había saltado fuera del autobús justo cuando se cerraban las puertas y había corrido. Había corrido en dirección contraria. Había corrido hasta que se sentía seguro y se había sentado en un banco. Había recordado una frase de un buen amigo, un buen hombre mucho mayor que él que le había contado con nostalgia como se follaba en su época hippie, todos con todos, con las mujeres abiertas de piernas en los parques, y él las había imaginado como hermosas succionadoras de penes al estilo de las prostitutas de Fellini. Pero eso le había deprimido. Le había deprimido porque estaba seguro de que poco a poco, según se iba haciendo más viejo, iba perdiendo su ambición sexual. Y esa chica de ojos saltones que había dejado sola y perdida en un autobús hacia Valdebernardo, esa chica que probablemente ahora estaría llorando de rabia, esa chica que no tenía su teléfono y que iba a tardar entre pitos y flautas una buena hora en volver a su casa, fracasada, podría haber sido un buen objetivo de diversión aquella noche, y él había huido, había huido de ella de la manera más cobarde. Trató de encontrar consuelo bajo la ducha. Comprensión humana. Revisitó mentalmente el amor líquido y le pareció que era pobre para esta situación.

Se secó y se vistió.

miércoles, 25 de mayo de 2011

Carta


Mi señorita, amada mía, donde quiera que estés:


Llevo un rato tumbado en mi cama con bolas de pimienta dando vueltas por mi cabeza y escuchando un contrabajo que cuando entra me mata. Se me ha ocurrido una historia pero he pensado que era demasiado tarde para levantarme y escribirla. Además es inmoral. Además es inmoral porque es la historia de un hombre borracho que va a la playa con su mujer. Su mujer y él ya no se quieren. Me recuerda al sueño que tuve el otro día. El otro día tuve un sueño en el que entrevistabas a la Princesa y al Príncipe en un bar de Vicálvaro. Mi hermano estaba allí y llamaba a mi padre para contárselo. Tu nuera está entrevistando a la Princesa y al Príncipe. A mi me salía mi odio republicano y no hacía ningún esfuerzo por respetar tu trabajo. Creo que en el sueño ya no nos queríamos. Como el borracho que lleva a su mujer a la playa. Ella está enfadada con él porque ha bebido mucho en la comida y ha cogido el coche pero él va despacio. Cuando llegan al mar él para el coche, saca a su mujer y la tumba encima de la arena. Qué haces. Follarte. Él le baja las bragas a ella y le aprieta fuerte con los dedos en el coño. A ella le gusta. Luego se ocupará de la arena. Ella deja que su cabeza toque la arena y él la penetra fuerte. El olor a alcohol de él entra fuerte en la boca de ella. Las olas se escuchan como su respiración y ella las confunde. Él tarda en correrse. Ella se cansa y le empuja. Después camina hacia el mar y pone los pies en el agua. Ella sí se ha corrido. No le importa él. Es un imbécil. Lo que importa es ella y el mar, y todo lo que ella ha vivido. Ella no quiere que él se acerque, y como si tuviera poderes, él no se puede levantar. Ella mira el mar como si hubiera algo, como lo miramos todos. Espuma y arena.

sábado, 14 de mayo de 2011

Lo que se va por el desagüe

En el preciso instante en que pensaba en qué estaba haciendo mi madre tanto tiempo en la ducha, escuché un golpe fuerte que venía del baño. Con la puerta de mi habitación cerrada, me encontraba yo haciendo el amor con Marta, un acto que parecía interminable y que deseoso de terminar, cada vez se me hacía más tedioso. Marta no se había dado cuenta del golpe porque yo estaba respirando en su oreja, una técnica que me permitía escapar de su boca cuando era demasiado pesada y sacaba la lengua con demasiada grosería. Yo seguí encima de Marta esperando a que mi padre, que estaba en el salón, tomara cartas en el asunto. El caso es que mi hermano le había regalado por Navidad a mi padre unos cascos que aislaban del ruido, y cuando se los ponía no escuchaba nada que no fuera música. Nada de nada. Aunque le hablaras a dos metros, aunque le gritaras en sus propias narices. Si su lectura era suficientemente interesante como para no levantar la vista del libro, era imposible que se diera cuenta de nada, y estaba leyendo Historia de un Estado clandestino. Mi madre pasó seis días en el hospital. La mitad de la sangre de su cuerpo se escapó por el desagüe de la bañera. Yo tardé muchísimo en irme encima de Marta, algo no muy normal en mí, pero estaba pensando en otras cosas, y aunque seguía dentro de ella porque ya casi estoy amoldado a su interior, empecé a ablandarme y a no sentir nada. Discutiría sobre esto más tarde, pero la discusión no llegaría a ningún lado.

Como no llegó a ningún lado el texto que escribí el otro día cuando me desperté. Porque no era un relato. La noche se fundió en un recuerdo inconcreto. La publicación gratuita de mi asquerosidad más sucia. La chica no leyó el relato. Mis manos inocentes no llegaron a su alma. Mejor así. Recuerdo una frase. No valía mi imaginación trasnochada, ni el olor en las manos. Ni el consuelo de su culo, su huella en mis dedos. Y en una emboscada de sentimientos, me puse a imaginar su olor. Google censuró mis recuerdos haciendo que pensara un poquito en lo que estoy haciendo, que no es sano, ni es nada. Los protagonistas de la calle en mi vida privada tienen poco espacio, pintan muy poco. Y cuando trato de forzarlo se derriten a la fuerza. Las palabras coño, culo, etc… me salvan de un romanticismo muy poco en boga. A Julio le parece interesante que un texto sobre un pobre hombre que se niega a olvidar, quede condenado a la desaparición en la red, a la desaparición en todas partes. Yo lo había dado por perdido, y no pensaba recitar de memoria a nadie, ni volver a hablar con nadie sobre el asunto. Lo tenía muy asumido, había asumido el golpe certero de Google. Había asumido la desaparición de mi texto sobre esa noche. Mucho mejor, pensé. Mejor para ella y para mí. Pero sobre todo bueno para mí. Por eso esta mañana, cuando me he levantado y me he encontrado con que el relato había vuelto a aparecer, me lo he cargado yo solito, esta vez intencionadamente. Sin embargo, cosas que le contradicen a uno, lo he copiado y lo he guardado, por si acaso. No vaya a ser que…

lunes, 9 de mayo de 2011

La humedad de María


Los esclavos se alimentan de pan, y el barco es inmenso. Mientras camino echo un vistazo a los camarotes. Ellos tienen los brazos sucios, las manos llenas de heridas, las uñas negras. Ellos me miran muertos de hambre y yo acaricio el borde de las mangas de mi chaqueta de pana. Es una chaqueta marrón que he llevado siempre y que se está desgastando. Es una chaqueta que me ha acompañado durante años. Pero es una chaqueta que luce. El barco no es mío. Yo sólo trabajo allí. Mi secretaria se llama María y siempre me espera en mi despacho con las gafas puestas. A ella no le gusta trabajar en el barco porque el barco se mueve. Siempre lleva mucha ropa. Me gusta que lleve mucha ropa. Desde que mis manos buscan hundirse entre sus piernas hasta que entran en contacto directo con su humedad pasan al menos dos o tres minutos. Dos o tres minutos de búsqueda interminable en los que ella siempre me mira a los ojos de la misma manera. Mientras mis dedos buscan su piel ella abre las piernas. No me ayuda, nunca me ayuda. Estoy seguro de que a ella le gusta la ceremonia también. María no se quita las gafas. Hay tanta ropa que mis manos se enredan y a veces me pierdo. Es lo mejor que me podía pasar. No tenemos nada que beber. Si consigo entrar dentro de ella me desespero. María siempre se empapa. Se empapa de una manera especial. Hay tanta humedad dentro de ella que a penas siento nada. Necesito que ella me empuje dentro, hasta dentro, y sólo entonces, cuando llego al fondo, siento algo. Y luego cuando salgo del camarote noto como su humedad ha llegado hasta mis pantalones, que casi voy goteando, dejando mis huellas por el suelo como un caracol.

Cuando subo a cubierta los esclavos buscan mis huellas. A ellos les recuerda a cuando eran libres. Se tiran sobre el suelo y huelen mis huellas, chupan mis huellas. Es un espectáculo deplorable. Sus uñas, sus brazos, sus manos, sus huesos y su piel. Lo he hablado con el capitán. Sería mejor matarlos. La humedad de María les mantiene vivos, me ha dicho el capitán, y les necesitamos vivos hasta que lleguemos a tierra.