Extraña sensación al lavarse las manos. Acababa de venir de tirar la basura, el triste paseo de los domingos empapado esta vez por un calor soporífero y cubierto por nubes grises. Tenía las manos calientes. En el espejo del ascensor se había visto despeinado. No se había duchado todavía. Su piel tenía una lámina transparente de grasa. Había estado abrazando a una chica el día antes. Había estado besándola. Le había metido la mano por debajo del pantalón. Sus brazos estaban llenos de eso. Y de repente se le ocurrió mear, y sintió que era debido lavarse las manos después, unas manos que llevaban sufriendo demasiado tiempo, y que las bolsas de basura habían maltratado también a su manera. Metió las manos debajo del grifo y el agua fría las despertó. Aumentó la presión del agua y mojó también los brazos. Se llevó las manos a la cara para sentir el frío también en los ojos y la boca. Se quitó la camiseta y abrazó su propio cuerpo con los brazos empapados en agua fría. Se desnudó y se lanzó a la ducha. Puso el agua muy fría y se metió debajo. Su piel se puso dura y su cabeza se vació de pensamientos durante un segundo. Luego de repente pensó en aeropuertos, pensó en países diferentes. No sabía por qué. Pensó en lugares fríos. Pensó en mujeres frías, en manos frías. Pensó en masturbarse pero era imposible. Estuvo pensando un rato, tratando de recordar si recordaba algún tipo de polvo frío. Le costaba recordar y se mezclaban en su cabeza polvos que en realidad no eran fríos sino que habían sido fallidos o poco satisfactorios. Ese tipo de pensamientos negativos no encontraban asilo en el agua fría y decidió que era hora de cambiar de rumbo. La chica que había besado la noche antes tenía los ojos saltones y el pelo sucio. Pequeña, poco atractiva, pero deseosa de follar como una montaña de piernas peludas. Eso era lo que le había atraído de ella. En cualquier otro momento habría sucumbido. Habría escuchado, habría vuelto. En realidad sabía que lo que le había jodido el polvo era no haber tenido dinero para un taxi. Ese tipo de calentones no sobreviven nunca un autobús nocturno. No puedes caminar con la chica hasta Cibeles, no puedes sentarte con ella en una acera, esperar diez minutos, que llegue el autobús, entrar dentro, esperar a que arranque, y luego los quince minutos hasta tu casa. En total pasan a lo mejor más de cuarenta minutos. Cuarenta minutos en los que piensas. Piensas y la ves. Tienes que verla. Y todo a tu alrededor es un error. La gente a tu alrededor ha bebido demasiado. Un tipo abre una mochila y vomita dentro y te mira increpante. O lo peor, un amigo del barrio, un conocido que ha bebido mucho y tiene ganas de saber de ti porque ha pasado mucho tiempo desde la última vez que te vio. Y mientras tanto ella a tu lado. Te mira, te quiere besar. Ya la has besado antes y has querido follar con ella. Pero poco a poco estás dejando de querer follar con ella, y el camino es largo, y sabes que una vez que arranque el autobús estás perdido, que tarde o temprano llegarás a casa con ella y que tendrás que hacer un esfuerzo por volver a recuperar la pasión que había en el bar. Pero tu casa no es un bar. Es peor que cualquier otro sitio. Es la casa de tus padres. Un espacio de intimidad invadido por tu vida, por tu infancia. Cuando algo ocurre en esa casa es porque hay algo más, siempre hay algo más. Todo esto había pensado en el autobús la noche antes, y todo esto recordó en la ducha de agua fría. Tres paradas antes de llegar a su casa había esperado a que saliera el último pasajero y aprovechando su cercanía a la puerta, había saltado fuera del autobús justo cuando se cerraban las puertas y había corrido. Había corrido en dirección contraria. Había corrido hasta que se sentía seguro y se había sentado en un banco. Había recordado una frase de un buen amigo, un buen hombre mucho mayor que él que le había contado con nostalgia como se follaba en su época hippie, todos con todos, con las mujeres abiertas de piernas en los parques, y él las había imaginado como hermosas succionadoras de penes al estilo de las prostitutas de Fellini. Pero eso le había deprimido. Le había deprimido porque estaba seguro de que poco a poco, según se iba haciendo más viejo, iba perdiendo su ambición sexual. Y esa chica de ojos saltones que había dejado sola y perdida en un autobús hacia Valdebernardo, esa chica que probablemente ahora estaría llorando de rabia, esa chica que no tenía su teléfono y que iba a tardar entre pitos y flautas una buena hora en volver a su casa, fracasada, podría haber sido un buen objetivo de diversión aquella noche, y él había huido, había huido de ella de la manera más cobarde. Trató de encontrar consuelo bajo la ducha. Comprensión humana. Revisitó mentalmente el amor líquido y le pareció que era pobre para esta situación.
Se secó y se vistió.