Capítulo 1
Ana friega un vaso en la cocina de su casa. Un vaso. Nada
más que un vaso. Casi nunca hay nada más que un elemento de la vajilla sucio en
el fregadero. No en casa de Ana. Ana perdona a los que van acumulando vajillas
sin lavar, pero ella no lo hace. No es una costumbre adquirida por ninguna
razón. Sus padres eran bastante guarros. Su hermano también. Pero no tan
guarros como para haberle causado un trauma que la haya convertido en una
lavadora compulsiva. No hay motivos aparentes. Su cocina siempre está limpia. Esta
es una de las cualidades de su cocina, y punto.
Ana tiene una cita con Fernando, un amigo de su hermano que
ha venido de Valladolid a pasar una semana en Madrid. Se conocen de una fiesta
que hizo su hermano el año pasado en Alcorcón, que es donde vive. En esa fiesta
Ana pasó un agradable rato hablando con Fernando, y le pareció un hombre
interesante. Fernando es filólogo, poeta, y en sus ratos libres, taxista. Así
se presentó. Por una cuestión de clase, pero sobre todo por una cuestión de
pudor femenino, Ana rehusa contarle a sus amigas que lleva medio año tonteando
por Internet con un taxista. Cuando habla de él, le llama poeta. Y cuando le
preguntan a qué se dedica, ella contesta que Fernando da clases de inglés a
niños. Es lo mejor que se le ocurrió en el momento en que la preguntaron. Sabe
que está mal, que es un pudor burgués, pero ha decido no lamentarse por no
poder evitarlo.
Ana termina de lavar el vaso y se desnuda en mitad del
salón. Sus manos recorren su cuerpo como comprobando que todo está en su sitio
mientras busca un vestido en su armario.
Es un piso pequeño, y por eso el armario está en el salón. Ana encuentra
el vestido y se lo pone. Siempre hace lo mismo. Le gusta ponerse vestidos
desnuda para probarse a sí misma, y piensa “cualquier día salgo de casa con
este vestido sin sujetador”. Ana se observa. A veces envidia a esas chicas que
tienen tetas pequeñas y se pueden poner vestidos sin sujetador. Pero sus tetas
no son pequeñas. No son excesivamente grandes, pero desde luego necesitan algo
que las sujete. O al menos eso piensa mientras se vuelve a desnudar para buscar
la prenda íntima, que siempre usa con cierta resignación.
Ana sale a la calle vestida de verde y camina por la calle
haciendo gala de su exuberancia. Desearía que en verano no le sudara la
entrepierna, pero es algo que ha aprendido a aceptar. Durante exactamente tres
segundos y medio se pregunta si esta noche estaría dispuesta a follarse a
Fernando, pero su experiencia delata que cualquier pretensión de que eso ocurra
suele frustrar casi todas sus expectativas. El profesor de Comunicación
Corporativa del máster de Comunicación de Empresa que estudió el año pasado, le
enseñó que satisfacción es igual a calidad menos expectativas, y desde entonces
lo aplica a todo: a las películas, a las ciudades, a los conciertos, a las situaciones
y también por supuesto a las personas. La mujer moderna que vive dentro de Ana
está dispuesta a dejar en manos de su inminente futuro “yo” la responsabilidad
de saber gestionar una potencial situación de aventura sexual. Que se joda la
futura Ana, que tendrá que dirimir si esa noche es una buena noche para
follarse a Fernando o no.
Cambio de tono. Ana lleva todo el día afrontando este
momento como si fuera un encuentro más en su habitual agenda de encuentros.
Pero mientras espera en un semáforo en rojo para peatones, se da cuenta de que
no es así. Vamos a explicar las cosas bien. Fernando tiene novia. Vive con ella
desde hace siete años en un adosado en las afueras de Valladolid. Ana quiere
imaginarse su vida como una vida miserable, aburrida, y carente de futuro, o
por lo menos de un futuro apasionante, pero sabe que no es así. Porque no
existen vidas así, probablemente, o porque le desea el mal a todo lo que habita
en la cabeza de Fernando que no sea ella. Mientras espera en el semáforo
piensa. No te deseo el mal Fernando, te deseo que seas otra persona. La clase
de persona que solo piensa en mí. Ana y Fernando empezaron a escribirse con ese
tono inocente que caracteriza a los primeros acercamientos de quien teme
equivocarse. Ana sabía que Fernando estaba comprometido con otra persona, y
aunque odiaba las infidelidades, Fernando era el tipo de persona que se cruza
cinco veces en tu vida. Cinco, pensó Ana en su momento, que ya llevaba tres. Si
Fernando no era el hombre, solo le quedaba uno, y tenía veintiocho años ya.
Como para pensarse dos veces si un absurdo prejuicio contra las infidelidades
podía condenarla a la soledad eterna.
El semáforo se pone en verde y Ana camina. El mundo es un
lugar bonito. Hace unos tres meses que Ana y Fernando se empezaron a decir
cosas como “últimamente pienso mucho en ti y no sé lo que me pasa”. Cosas como
“sé que no debería decir esto, pero desde que entraste en mi vida estoy
sintiendo cosas que no sentía”. La cosa degeneró y un día Fernando le pedió a
Ana que no le escribiera mensajes comprometidos al móvil, por si acaso su novia
cogía el móvil por casualidad y los leía. Ana lo comprendió pero fue como si cogieran
una mordaza y se la pusieran en la boca, y la ataran en una silla, y la
apuñalaran el corazón. El amor en su fase inicial necesita de la expresión y la
respuesta del ser amado como necesitamos todos el aire, o el agua. No es solo
gasolina para continuar amando, es casi como energía para seguir viviendo. Sin
ella uno no tiene ganas de hacer nada. Y encima el amor no tienda a apagarse,
sino que se vuelva contra ti, se vuelve una enfermedad, una desgarramiento, una
suerte de abstinencia irreversible y dolorosa. Dos días más tarde un mensaje de
un número desconocido supuso uno de los días más felices en la reciente
existencia de Ana. “Me he comprado este móvil para que me puedas escribir
siempre, y lo que quieras. Porque estos dos días, sin tus palabras contándome
lo que sentías, me he sentido más vacío de lo que nunca me he sentido con
nadie. Necesito saber que estás ahí, que quieres escribirme, que quieres saber
que yo quiero escribirte, que quieres saber lo que yo siento por ti, que
quieres que esto no acabe nunca, y que sea como un eterno vaivén vicioso de
repeticiones. Si me levanto por las mañanas y pienso “quiero que esté conmigo”
quiero saber que tú piensas lo mismo. Que no soy yo el único loco que transita
por estas olas bravuconas, por este infierno de mordedoras semillas de locura”.
Ana se rió de las semillas mordedoras, y le mandó un dibujo en carboncillo de
una semilla con dientes mordiendo un gigantesco pene. Fernando agradeció la
comprensión de Ana, y desde entonces se dicen de todo a todas horas a pesar de
la distancia. Se dicen incluso cosas como “creo que te quiero”, o “ojalá
pudiera gritar a los cuatro mundos que te quiero”. Y desde luego tienen
conversaciones sexuales. Conversaciones que Ana juraría jamás haber escrito, y que Fernando
confiesa haber transcrito e impreso para volver a leerlas en su soledad
mientras se masturba escondido en el baño. Tengo muchas ganas de poner aquí
esas conversaciones, o por lo menos contarlas, resumirlas, y que el lector se
haga una idea del nivel de compenetración sexual que han llegado a tener Ana y
Fernando a pesar de la distancia, pero la tensión narrativa me impide
incluirlas en este punto del relato. Si hablo de sexo ahora, el sexo del que
hablaré después perderá parte de su garra, su peso narrativo, y su espectacular
trascendencia en el relato.