lunes, 29 de agosto de 2011

Sobre por qué no respeto el catolicismo.




Ya han pasado un par de semanas. Ya estamos más tranquilos. Ya he esperado a que se me pasara. El problema es que no se me ha pasado. Sigo intranquilo. Sigo lleno de odio. Lleno de odio porque no siento el amor de Jesús.

He discutido muchas veces con algunos amigos míos sobre el respeto. La mayoría de la gente que me rodea piensa que hay respetar el pensamiento del otro. Que tiene que haber pluralidad. Que caben todas las opiniones, que no podemos insultar, humillar o faltar al respeto a alguien que no piensa como nosotros. Estoy de acuerdo con ellos hasta cierto punto. Yo no creo que haya que insultar, humillar o faltar al respeto a determinadas opiniones. Lo que sí creo es que hay que tratar de ilegalizarlas en nuestra sociedad. O por lo menos, lejos de querer invadir el intocable principio de intimidad, prohibirlas en las instituciones que estén reconocidas por el estado. El catolicismo, la Iglesia Católica, y todos sus seguidores, viven en teoría en un estado de ilegalidad porque pertenecen a una asociación que viola derechos fundamentales, trata de atentar contra la salud y no respeta el principio de igualdad. No podemos dejar que asociaciones así existan en un estado democrático. No podemos permitir que existan asociaciones que discriminen a sus miembros por cuestiones de raza o género. Basándose en la tradición esta gente no permite que las mujeres puedan presidir su propia asociación. Imaginemos una asociación entre cuya constitución se encuentre una norma que excluya a las mujeres de poder presidir la institución. O a los negros. ¿Permitiríamos que esta asociación se constituyera en nuestra sociedad? Ya hubo un problema legal en la constitución con este tema, porque el estado describe en el capítulo de las asociaciones, que se constituirán de manera democrática. Y la democracia no es sólo de hombres. Y la Iglesia Católica es una simple asociación. Es grande, sí. Pero es un asociación. Sus ideas sagradas y sus principios milenarios son para ellos, no para una sociedad democrática moderna. No me importan sus razones para creer que pueden hacer lo que hacen. No me importa que crean que les habla Dios, y que aquello en lo que creen es supremo sobre toda las cosas. Aquí cada uno piensa una cosa. No me importan las razones por las que un nazi piensa que un negro es inferior a un blanco. Seguro que pueden argumentarlo, pero en mi país tú no pones un bar donde por principios no dejas entrar a los negros, ni montas una asociación con un estamento escrito donde quede reflejado que los negros no pueden presidir tu asociación. Parece que esto es más grave. Parece que es más grave decirle a un negro que no tiene los mismos derechos que un blanco. La religión católica no deja a las mujeres tener el mismo derecho que los hombres. Pero eso no nos parece tan grave. Nos parece grave que a una mujer se le ampute el clítoris con un cuchillo, pero no nos parece tan grave que ninguna mujer tenga ni voz ni voto en el Vaticano. Y no porque los hombres las marginen, ni porque los hombres se lo pongan difícil. Porque está escrito. No pueden. ¿Vamos a permitir que esta asociación tenga poder en nuestra sociedad? ¿Vamos a respetarles? Yo no respeto ninguna idea que no respete los derechos humanos. Es la única manera de mantener vivo un estado democrático con igualdad de derechos.

Sustituye la palabra mujer por homosexual y hombre por heterosexual en lo que he dicho antes, y llegamos a la misma conclusión.

Lo que ha pasado en Madrid con la visita de Benedicto XVI es por tanto, en mi criterio, muy grave. No sólo han paralizado una ciudad entera durante una semana sin pedirnos permiso. No era una decisión de los madrileños, no venía a vernos a nosotros (eso ha quedado muy claro gracias a las banderas). ¿Por qué nos invaden sin pedirnos permiso? No sólo se ha derrochado mucha cantidad de dinero público en una asociación privada. Lo más grave, lo peor, es que se ha acogido con los brazos abiertos y una cobertura institucional completa (Casa real, gobierno autonómico y central) a una asociación que viola nuestros derechos fundamentales como estado democrático. Si ya llevan toda la vida acogidos en nuestra sociedad, dando clase en colegios públicos y recibiendo sueldos del estado, lo de la visita del Papa ya ha sido como una fiesta de esa violación. Gritan, piden a la sociedad con sus cánticos que no usemos condones cuando sabemos, el estado sabe y lo ha sabido en todos sus gobiernos, que el uso de los preservativos es esencial para la salud pública. No es una cuestión ideológica. Es salud público. Si dijeran que nos comiéramos nuestra mierda en la plaza pública, el estado no les dejaría porque atenta a la salud pública. ¿Por qué dejamos que animen a no usar el preservativo? Que piensen lo que quieran en sus casas, en sus iglesias, en sus congregaciones en el monte, en sus campamentos. Que los padres les digan lo que quieran a sus hijos. Que sean libres como yo en el espacio privado pero en ningún caso podemos acogerles en el espacio público.

Cientos de miles de personas han celebrado durante una semana en Madrid la violación de los derechos fundamentales amparados en el derecho a amar y creer en algo que ni si quiera sabemos si existe, pero que les da el derecho de no respetar la ley que juntos, como estado democrático, necesitamos para una vida libre. ¿Respeto? No, ninguno. No respeto la ablación, ni la lapidación, ni que las mujeres no puedan votar. Cuando hablamos de esos temas hay menos respeto en general. Se dice menos eso de “hay que respetar la opinión y las creencias del otro”.¿Soy un dictador? ¿Soy un radical? ¿Soy un comunista? No creo. No lo soy en ningún otro aspecto de mi vida. Simplemente no me puedo creer, no puedo creer que esto esté pasando. No me puedo creer que más de dos mil años después el ciudadano libre siga sufriendo las consecuencias del cristianismo. No me he confundido. He dicho cristianismo. Continuará.


(Cuidado con los papas buenos como Juan Pablo II. También atentan contra nuestros derechos fundamentales)


miércoles, 10 de agosto de 2011

Su admiración por la suciedad. Primera parte.


Qué bonito cuando se le ocurrían historias. Historias como la de la chica que susurraba al oído del ciego, o la del hombre que quería ahogarse en el mar y siempre salía a flote. Algunas eran divertidas como la de la mujer que se comía un helado, y luego otro, y luego otro, y luego se congelaba y se convertía en una estatua. Tenía a su lado una mujer de veinti pocos años. Le colgaban las tetas con firmeza. Eran pequeñas. Estaba desnuda. Olía a pocos polvos, a pocos hombres. En su mirada se hacía la interesante. Yo he follado mucho decía en su mirada. Él quería que ella creyera que sí, que había follado mucho. Él quería que ella creyera que cada hombre al que se la había chupado era como un enemigo para él. Que a él le importaba. Cuéntame un cuento, le dijo ella. Cuéntame un cuento. Él tenía sueño, tenía un sueño tremendo. No podía pensar. Había contado antes muchas historias. Historias porno mientras masturbaba a sus amantes, historias de amor mientras amaba, historias de duendes y hadas mientras dormía a sus hijos, historias de la vida misma mientras engañaba a sus mujeres, historias de mierda a sus amigos mientras se emborrachaba. Esta noche no. La del príncipe no. La del gato no. La del negro que se ahogaba en el río tampoco. Cuéntame una historia. Voy a hacerme el dormido, pensó. Ella le meneó, él no se movió. Ella se dio la vuelta. Mejor, que se enfade. Que se joda la niña. Mañana se le pasa.

Pero al día siguiente no se le pasó. Ella ya estaba despierta cuando él abrió los ojos. Se había ido a correr. Le pareció una provocación porque él estaba viejo. Él no podía correr. No hagas gala de tu juventud, haz gala de mi juventud, le decía a ella. Bajó desnudo a la cocina y se sentó a esperarla. Cuando ella llegó de correr sucia él hizo un amago de asaltarla. Ella le miró con esos ojos de alarma exagerada que vienen a decir algo así como ni de coña. Él retrocedió y se fue a regar, todavía desnudo. Ella se duchó y se marchó al campo. Le dijo que se iba a dar un paseo. Él se tumbó al sol y se puso a escuchar la cuarta sinfonía de Schumann. Cuando ella volviera y le viera desnudo, escuchando a Schumann, pensaría que es viejo pero es intelectual, es profundo. Trasciende el deporte, trasciende lo físico, trasciende la vida porque está más cerca de la muerte.

Pero ella no vino a comer y él se sentó en su estudio muy desesperado. No podía llamarla porque no había cobertura fuera, y aunque la hubiera, eso no era digno de un hombre de su edad. Llamar al móvil, no. Él no la quería, no quería quererla. Para él era una más, una de tantas, y sabía que eso es lo que la ataba a ella. Él se sentó a esperar en su estudio. En silencio. No sabía qué música escuchar, no sabía qué libro leer. Deseaba saber de ella como había deseado saber de la vida de su propia hija, o incluso más, porque realmente ahora él no sabía donde estaba su hija y le daba igual. Esperó media hora y se le hizo inmensa, se le hizo eterna, y trató de entender qué había podido separarle de ella, y trató de acordarse de algún detalle. Algún detalle como por ejemplo el cuento. El cuento. Era el cuento. Él no había querido contarle un cuento a ella. Él se había durmido. A él no le había importado que ella se enfadara. Pero qué estúpido. Pero qué hijo de puta. Era culpa suya. Claro que era culpa suya. Ahora era estará follándose a algún cerdo del pueblo como venganza, pues claro que sí, actuando impulsivamente como los jóvenes, como los cerdos, menuda puta. Se levantó de la silla y se volvió a sentar. Se quitó la camisa porque tenía calor y su tripa se acostó sobre sus piernas. Cómo puede chupármela a mí, pensó, cómo puede hacerlo…

De pronto se le pasó el enfado. Se relajó. Miró por la ventana. Ella estaba siendo joven. Estaba pensando en la vida. Estaba aprovechando. Para ella era un momento especial. Estaba teniendo una aventura con un hombre que le sacaba más de treinta años. Estaba lejos de su familia, de sus amigos, nadie sabía donde estaba. Nadie lo hubiera aprobado. Estaba pensando. Era bueno que pensara. La juventud no pensaba. No digas eso, viejo. La juventud piensa, claro que piensa. Están en Sol pensando. Bueno, no están pensando mucho pero están en Sol. Ella no estaba en Sol. ¿Por qué no estaba en Sol? ¿Por estar con él? Él no tenía mucho tiempo. Ella no podía desperdiciar el tiempo que él podía dedicarle. Por lo tanto, le quería, algo le quería, le quería por encima de la revolución. Despacio, no pienses tanto. Actúa.

El remedio era muy sencillo. Cogió una hoja y un boli. Hacía años que no lo hacía con este propósito. Intentó recordar una vieja norma. Nunca introduzcas el cuento. El cuento empieza como la vida misma, sin introducción.

Cuando terminó se sintió con fuerzas. Se sintió vivo. Pasó a limpio el cuento con letra clara y lo dobló una sola vez. Subió al dormitorio y lo escondió.

Ella volvió tarde. Estaba contenta, radiante. Decía que había descubierto un pueblo abandonado. Un pueblo viejo sumergido en la maleza del bosque. Un pueblo pequeño, apenas se mantienen en pie la iglesia y un par de casas. Él le contó la historia de ese pueblo y a ella le gustó. Ella le escuchaba. Se sentaron en el patio y él la observó a ella. Si había llegado hasta ese pueblo es porque había andado mucho. Había querido andar sola, había querido ir sola a algún lado, sentir que podía descubrir algo ella sola. Ella llevaba tres días escuchándole a él, aprendiendo de él. Era perfectamente comprensible. Toda explicación racional se desvanecía en el sudor de su frente, en la suciedad de su pelo, en sus manos duras, en alguna pequeña herida de sus piernas, en la humedad de sus pies que acaba de liberar del calcetín y la bota. Ella estaba sentada con pantalones cortos en la silla, las rodillas bien dobladas, el cuerpo echado hacia delante, con postura de hombre, con postura de mujer cómoda, de mujer libre. Ella le contó alguna que otra peripecia. Un corzo decía que había visto. Bien. Tengo una sorpresa para ti, le dijo él. ¿Una sorpresa? Sí. En la habitación. Me ducho y subimos. No, no te duchas, subimos. No, me ducho que estoy sucia. Si te duchas pierde todo el encanto. Ella suspiró resignada. La suciedad era algo que le ponía a él y no a ella, pero bien, adelante, al fin y al cabo era su propia suciedad. A él le importaba una mierda lo que ella pensase. Era su momento y subieron tal cual.