sábado, 27 de noviembre de 2010

Ella dijo


"Me parece inhumano pervertir tanto el acto tan maravilloso de hacer el amor”


Pero yo no lo pervierto. Lo hago evidente. En palabras se escucha más duro. No hay eufemismos para coño. No puedo hablar de comer un coño de otra manera que no sea comer un coño. ¿Te imaginas? Pasear mi lengua entre tus piernas, introducirla en tu… Dios, la palabra científica va en contra de la mujer. En el momento la palabra se vuelve inefectiva. La palabra no sirve para definir la acción. Matar no sirve para definir el acto de matar. Cantar no sirve para definir el acto de cantar. Follar tampoco. Y mucho menos amar. Imagínate lo poco que significa hacer el amor. Cuando haces el amor no entiendes las palabras. Yo no entiendo realmente lo que es escribir. Tú no entiendes lo que es leer. En realidad casi lo consiguen, pero se quedaron cortos. El contacto físico. No la idea en la mente o la palabra en el cerebro. Pero nada como el sonido en el oído, o como las manos en la piel.


jueves, 25 de noviembre de 2010

Whisky para las heridas de los labios

El blanco de las sábanas. Qué blanco de las sábanas si no son blancas. No las han puesto. Ni hay sangre, ni luz que valga. El whisky cura las heridas de los labios. Pero ¿de qué labios? ¿Para qué sirven? Si en mi coche las princesas no tuvieran zapatos no tendrían que ir a ninguna lado, no se bajarían en mitad de la calle para volver a sus casas. Se vendrían conmigo, pero a dónde, si tengo ogros en casa, pero no son ogros. Son paternales. Me quieren. Hay comida en la nevera. ¿Para quién? Yo quiero hielos, y a solas.

¿Me tocas?

No.

¿Te toco?

No.

¿Te beso?

No.

¿Me besas?

Ni de coña.

No importa. Te jodes. Tengo la mano en la polla.

No.

Sí. No puedes verme. Mi intimidad es más fuerte. Ya estoy dentro de ti.

No.

Ya estoy detrás de tu oreja. Ya estoy en tus ojos. Ya estoy en tu frente. Puedo sentir hasta lo que tú sientes. Soy yo dentro de ti.

No.

Tengo en mis manos tus piernas, tus pies, puedo ser mi lengua, puedo recorrerte. La abstracción es un mundo. Es mi herramienta, mi cámara. Mi lengua es mi cámara.

Cuéntame una historia hijo de puta.

Había una vez un hombre en un país dictatorial que se dedicaba a matar a los rebeldes y revolucionarios dentro de un grupo de francotiradores pagados por el gobierno. El hombre era un tirador perfecto, y los asesinatos de estado se retransmitían por televisión en un programa que se llamaba “Atrapa al ladrón”. El programa lo echában en hora punta y casi todo el país lo veía. No veían al francotirador, sólo al rebelde asesinado. El problema vino cuando tras varios años, ese programa dejó de causar efecto. La gente se acostumbró a ver los asesinatos, y ese rostro oscuro que mataba desde un lugar inconcreto, ya no daba tanto miedo. Era como la muerte misma, una incógnita. Algo contra lo que los propios rebeldes sabían que se enfretában desde que nacían. Un enemigo inexacto, una metáfora de enemigo. La estrategia se murió, pero sobre todo, se murió la audiencia. “Atrapa a un ladrón” ya no tenía tanta audiencia como tenía antes y los grandes jefes se dieron cuenta de que había que darle una vuelta al programa. Los asesinos dejarían sus rifles y sus mirillas, saldrían a la calle, y dispararían en la cabeza a los objetivos del gobierno. Bien, mucho más impactante. El programa se anunció y todo el país encendió el televisor. Nuestro querido amigo, nuestro prota, salió en pantalla, en primer plano, apuntando en mitad de la calle al objetivo en cuestión, y mató friamente disparando en la cabeza. Sólo que esta vez no fue en la sombra, ni de lejos, fue cerca. Cerca de todo un país. Te puedes imaginar. A partir de entonces sus vecinos descubrieron su profesión y nadie quería ser su amigo. Su familia sólo pretendía delante de él, y cuando entraba en un bar, todo el mundo se marchaba y se quedában sólo él y sus amigos. Pero sólo es mi profesión, pensaba, es mi pan. Y sus amigos se fueron marchando, porque querían estar en bares llenos de gente, y nuestro protagonista fue perdiéndolo todo hasta que se volvió loco y se quedó solo de verdad.

¿Y qué?

Puso una bomba en el plató de “Atrapa a un ladrón”, mató a todo el equipo que hacía el programa, y después se suicidó.

martes, 9 de noviembre de 2010

Iberia - Eulen


No hay por qué preocuparse pero el CD encima de mi mesa me molesta. Está a punto de venir mi novia. Nunca lo escribí. Lo escribo ahora. Me duele. Venga, reconócelo. Reconoce el fregao´ en el que te has metido, reconoce los errores. Está a punto de llegar. Pero no copies a los demás que luego te sientes como un fracasado. No es exactamente lo mismo. ¿Existe un estilo? No existe un estilo. Los ojos de mi compañero Oscar. Ése es mi estilo. Sus ojos brillaron junto a los ojos del cubano. Se llenaron de miseria y de horror. Se resignaron al más puro estilo de la vieja escuela. Ya no existen esos ojos. Los ojos del prestamista, del desgraciado. Los ojos de los que sus padres dijeron no tenemos. No existen esos ojos. Los nuestros tenían, ya ves que si tenían, y mucho. Nos enseñaron la libertad sí, la de la democracia, la de los espíritus libres, la de los demócratas y los señores progresistas. Se reían cuando nos veían de pequeños adorando a Che Guevara. Van por buen camino pensában, poco a poco. Nos enseñaron la libertad pero también nos la pagaron, vaya que si nos la pagaron. No sabemos cuál es su valor, no hemos perdido nada, ni tampoco ganado. Alguien se puso delante en la cola y sacó la mastercard.

Pero como iba, los ojos de mi compañero Oscar, y los ojos del cubano. Llegó la ambulancia y de ella salió una camilla. Era el parquing del aeropuerto de Madrid pero podía ser cualquier otro lugar. Mi compañero cubano sonrío y subió los hombros, cogió el walkie y llamó a consola. 224 para consola, adelante 224, el pasajero no es una charlie, es una camilla. ¿Una camilla? Acompañe a la ambulancia hasta el avión, la ambulancia se marcha, a dónde 224, a su casa consola, espere 224. Y el cubano, el 224, esperó. Consola para 224, te copio, siente al pasajero en una silla y embárquelo, el pasajero no se sienta, viene sondado, en pijama y no se puede mover, siéntelo como pueda 224 y tenga cuidado con la sonda. Y el cubano, después de sonreír y subir los hombros, habló con los hombres de la ambulancia. Si quieres te dejamos la sábana. Bueno pues vale, así no montamos tanto escándalo. No te lo pierdas, así fue. El cubano subió al pasajero, o más bien, al paciente, recién sufrido un derrame cerebral, a la silla, y le empujó a través de los mostradores. Tras los primeros veinte metros, el cubano se dio cuenta de que se iba a tener que parar cada cierto rato para volver a acomodar al moribundo porque si no se iba resbalando. El cubano fue a pasar por el control de seguridad, y fue gracioso cuando los guardias, al pitar la silla, insistieron en mover al moribundo parte por parte para ir comprobando que en la silla no había escondida un arma o una bomba. Y la idea es buena, porque pensándolo bien, no habría mejor manera de meter un arma en un avión que entre las piernas de un moribundo, si este se precia a aceptar un buen talonario que arreglase la vida de su familia tras su muerte.

El cubano pasa el control y baja por el ascensor. Trata de arrancarle una mirada al moribundo, pero este, en su condición de moribundo, se ve incapaz de hacer contacto con los ojos del cubano. Incapaz de hacer contacto como todos los demás, excepto por el walkie, que siempre que uno se encuentra con su pasajero, debe llamar y hacer contacto. El cubano sale del ascensor y se mete en el tren que une la terminal net con la terminal satélite, un absurdo invento estrafalario y megalómano de aquellos que inventaron esto, que no sé si fueron arquitectos o ingenieros, pero si acaso colaboraron todos juntos, se unieron en su propia y genial estupidez. En el tren el cubano puso su pie como tope de los pies del futuro muerto, que ya tenía el culo en el borde de la silla. El cubano pudo ver entonces con claridad que su pijama tenía agujeros en las piernas, y que el paciente iba descalzo. Si se me muere antes de llegar al avión dejo el trabajo, pensó el cubano, pero no caería esa breva, pobre cubano. Recién apeado del tren el cubano pasó el control de pasaporte ante la mirada atónita de los policías nacionales, que acostumbrados al trabajo rutinario, y soñadores de situaciones de acción donde intervenir heróicamente, acudieron todos juntos con sus miradas hacia el moribundo. Qué le pasa, dijo uno de ellos, que le duele el pie dijo el cubano, no te jode, pero no les hizo gracia y el cubano continúo su rutina. Veinte metros y a recolocar al paciente que si no se me cae al suelo. Y cuando le abrazo para subirle, huele a orín. Tiene una bolsa de orina y manchas amarillas en el pantalón. Su mujer, ah, es verdad, que tiene mujer, no ha dicho nada en todo el trayecto. Masculló al principio que iba a denunciar al aeropuerto, pero señores, viajan a Sao Paulo. Tramita tú una denuncia desde Sao Paulo, a quién, cómo. El cubano empuja, la mujer calla, y sólo cuando el olor a orín es evidente según suben en el ascensor hasta la terminal, la mujer comenta que lleva un pañal. ¿Y la bolsa de orina? Por si la llena, ah bueno. Llegados a la satélite llaman por consola a Oscar, que curra por allí esa noche. Consola para agente 211, le recibo, va a tener que apoyar a su compañero 224, que va con una charlie y se encuentra en la puerta U74. Pues muy bien, piensa Oscar, ojalá sea de esas charlies que vienen con la virgencita como dice el cubano, de los que se levantan en la puerta del avión y te vuelves tranquilo, sin haber pasado apuros ni momentos embarazosos. Además con el cubano, que es un cachondo, bien. Oscar llega hasta la puerta U74 y se encuentra con el pastel. ¿Esta es la charlie? qué charlie, es una camilla, ¿una camilla? Que sí hombre, pero y eso, ya ves, la empresa, que se hunde, se nos hunde, un disparate, una humillación. Oscar acompaña al cubano. Sujétale de las piernas, dice el cubano, por la rampa hasta que lleguemos al avión. Oscar hace lo propio, y también, como el cubano, cae en la tentación de robarle una mirada al moribundo, algo que dé una señal de supervivencia, de vida, de que la situación no es tan dramática. Llegan hasta el avión y entre Oscar y el cubano, que tiene más experiencia, mueven al pasajero a la L, una silla especial para aviones muy estrecha y con forma de carretilla. Suben al paciente que rebosa semi inconsciente y se cae hacia los lados. El cubano lleva la silla por detrás, y Oscar, en una posición semi aeróbica con las piernas abiertas y las del pasajero entre ellas, abraza al moribundo mientras avanzan por las filas de primera clase. Por lo menos va en primera. Hombre no te jode, es que si fuera en turista habría que atarle. Reclinan el asiento de buisness y trasladan al pasajero ante la atenta y horrorizada mirada de varios ejecutivos, las altivas azafatas, y una niña pija arjentina que va a ver a su novio negro a Sao Paulo. Allí se queda el futuro muerto, tumbado sobre la silla, y antes de que sus operarios se marchen y ante una repentina recuperación de la consciencia, le da tiempo a decir gracias y a pensar durante varios segundos en los por qué, en la indignación, y probablemente en la muerte, pero eso menos porque es brasileño y conserva la esperanza. Oscar y el cubano se marchan pensando en cómo le va a cambiar su mujer el pañal en medio de buisness. Le van a ver los huevos todos los de primera, dice el cubano. Los ejecutivos han pagado cuatro mil euros por ese billete, y ahora viajarán peor, con olor a testículos podridos, mojados con orín, acribillados por la muerte, testículos muertos que les recordarán durante catorce horas al olor de la enfermedad, de lo inevitable. Y los ojos de Oscar y el cubano se desvanecen, ya no padecen de la misma intensidad. Oscar y el cubano tienen de qué hablar. La empresa les acaba de dar un nuevo tema de conversación, un podio sobre el que levantarse y gritar, eso sí, bajito, y en los fingers. La empresa, la empresa. Oscar y el cubano hablan, y mientras tanto, consola para agente 224, o consola para agente 211.