martes, 1 de septiembre de 2015

De dónde vienen esas ganas de escribir




El día que decidí ponerme a escribir tenía los dedos metidos en la boca de una mujer que me sacaba diez años y vivía en un piso pequeño de Vallecas, donde se dedicaba al tráfico de estupefacientes. Se llamaba Rosa y me enseñó el dolor. Me sentó en una silla, me puso dos dedos en su boca y me mordió. Volví a casa con un dolor húmedo, constante y cálido en las manos. Me olían las manos a su saliva, que era una saliva dulce y agradable, como un caramelo. Cuando llegué a casa me temblaban los dedos. Si cogía un vaso, se me caía al suelo, si intentaba sujetar el tenedor, se me caía la comida, si apretaba el puño, un punzante y descarnado dolor se disparaba desde mi brazo hasta la punta de mi nuca. Me sentía inútil y empecé a preocuparme. Quizá me había roto algo. Aún se apreciaba la marca de los dientes, incluso empezaba a asomar la mancha oscura de un hematoma, pero me puse un poco de hielo y esperé. Esa noche no hubo manera de masturbarme, pero tampoco tenía ganas. Nunca las tenía después de pasar una tarde en ese piso de Vallecas. Me dormí. 

Al día siguiente me levanté angustiado por un terrible dolor y me miré la mano, en la que había aparecido un terrible hematoma que llegaba desde la primera falange hasta casi la muñeca. Me senté en la cama muerto de miedo y llamé a mi madre. No podía ocultarlo más. A ella le conté que había tenido un accidente con la bici y me creyó. En urgencias me examinaron la mano, me hicieron una radiografía, y me mandaron a casa con una receta de analgésicos. No tenía nada. El médico me preguntó si me había mordido un perro y le dije que no. Es curioso, me dijo, parece una infección pero no hay infección. Me pidieron que volviera al día siguiente. Mientras tanto me retorcía en la cama de dolor, y me enfurecía cada vez más contra mi traficante vallecana, que para colmo no daba señales de vida. 

A las once de la noche, frustrado por la ineficacia de los analgésicos, y preocupado por el cada vez más purulento estado de mi mano derecha, me levanté de la cama, me vestí y salí de casa, haciendo caso omiso a los gritos de mi madre, que insistía en volver al hospital. A mí ya no me importaba perder la mano, me importaba solamente que aquella mujer me diera una explicación. Como no respondía a mis llamadas, me planté en su casa y llamé a la puerta. Un joven desnudo me abrió y me invitó a entrar. 

Normalmente me reunía con aquella mujer en soledad, pero aquella noche había unas diez o doce personas en el apartamento, todas desnudas o semidesnudas. A pesar del nudismo, nadie hacia otra cosa más que sentarse y mirar. Apareció la mujer en cuestión y me miro preocupada. Me advirtió que solo podía entrar en esa casa si ella lo permitía, y bajo cita previa. Le enseñé la mano y se río. ¿Qué te has hecho? Su actitud me molestó y le respondí con otra pregunta. ¿Qué me has hecho tú? Me llevó hasta una mesa y me invitó a sentarme en una silla. Desapareció durante unos segundos y volvió con un papel y un bolígrafo, que colocó delante de mí. Pronto me di cuenta de que me había sentado estratégicamente de espaldas al resto de invitados, y me sentí humillado y marginado de la fiesta. ¿Qué estoy haciendo? Escribe lo que escuches, me dijo. No puedo escribir con la mano izquierda, le respondí. Escribe con la derecha, aunque te duela, insistió. Y entonces se separó de mí y se juntó con el resto de personas. Lo que pasó a continuación es indescriptible. Ni si quiera tuve el valor de girar la cabeza para ver. Mis oídos se inundaron de deseos incurables. Cada gemido y cada respiración se conjugaban formando una melodía imposible que respiraba una locura atonal deliciosa. Entre cuerpos que se golpeaban suavemente, respiraciones y fluidos, de pronto estalló una voz. ¡Escribe! Mi mano se puso a funcionar. Las primeras palabras nacieron fruto del dolor y se prestaron torpes e inconexas, pero poco a poco mis dedos se fueron acostumbrando y fui capaz de construir oraciones más precisas. El hinchazón de la mano se fue adaptando a la forma del bolígrafo, y de pronto el dolor se convirtió en placer. La mujer me había pedido que escribiera lo que oyera, y así lo hice, con más o menos acierto, pero con bastante diligencia. Mientras los gemidos y los jadeos emborrachaban mi imaginación, mi mano se movía en pleno éxtasis de violencia y dolor. Y entonces descubrí el placer. Perdón, el doble placer. El del dolor, y el de escribir. 

Salí de aquella casa con el hematoma a punto de estallar, pero el dolor se había pervertido y transformado en diversión. En el trayecto de vuelta a casa me convencí de que iba a perder la mano, pero curiosamente no me preocupaba, como cuando das por perdido un sentimiento, o una persona, un amor, o una apetencia. Como cuando das por perdidas las ganas de caminar en un sentido exacto. 

Al día siguiente me levanté y el dolor había desaparecido. Ni dolor, ni hinchazón, ni hematoma. Mi madre aún hoy es incapaz de encontrarle explicación.