Es una noche normal. No ocurre nada. Hay un bol con restos de ensalada encima de la mesa. María Antonia lo mira. Quiere recogerlo pero está cansada. Quiere levantarse de la mesa y quitarlo de ahí porque sabe que ya no debería estar ahí, pero está tremendamente cansada. Su marido no le quita ojo a la televisión. El ambiente está cargado de tópicos. Una mujer casada con un marido normal. Una mujer feliz. Un partido de fútbol. Un machismo consentido a medias que establece que quien tiene que recoger el bol y los platos con los restos de ensalada es María Antonia. Ambos lo saben. Lleva ocurriendo así mucho tiempo. El marido de María Antonia trabaja duro, y aunque María Antonia también, un código consentido por los dos viene a decir que el marido de María Antonia trabaja más duro. El bol no se mueve de la mesa. Si el bol se moviera de la mesa, no ocurriría nada de lo que va a ocurrir. El marido de María Antonia sabe que su mujer está tardando demasiado en quitar los platos, y quiere apoyar los pies encima de la mesa. Está incómodo porque quiere culminar su postura. Quiere acabar con la agonía de tener que tener los pies apoyados en el suelo. Es por eso que le dice a María Antonia, por qué no quitas los platos de la mesa, y María Antonia, casi sin pensarlo y rompiendo fulminantemente no sé cuantas normas inviolables, le responde, por qué no lo quitas tú. Y entonces el marido de María Antonia se cabrea, empuja la mesa con los pies, se levanta, apila todos los platos incluyendo el bol y se lo lleva todo a la cocina murmurando alguna queja. Y María Antonia teme lo que éste repentino cambio de la rutina pueda provocar. El marido de María Antonia vuelve al sofá y se sienta a ver la tele. Pone los pies encima de la mesa y además trae en sus manos una caja de bombones que alguien del trabajo le ha regalado a María Antonia. La abre sin más y empieza a comer los bombones compulsivamente.
¿Qué haces?
Comer.
Pero esos son míos.
No sabía que en esta casa las cosas tuvieran dueño.
Pero esos bombones, comerlos así.
El marido de María Antonia tiene la boca llena de chocolate.
¿Qué pasa?
Me das asco.
¿Te doy asco? Si te doy asco, por qué no te largas de aquí.
¿Quieres que me largue de aquí?
Y el marido dice, a la mierda. Ya somos adultos. Puedo hacer lo que quiera. Y María Antonia se levanta y se marcha a su dormitorio y pega un portazo y enciende la radio cuando se tumba en la cama. Lo que dicen en la radio le parece aún más repugnante que lo que tiene que vivir a estas alturas de su vida y decide darle una segunda oportunidad a la humanidad y volver al salón esperando que su marido haya dejado la caja de bombones. Cuando llega al salón descubre que no sólo no la ha dejado, sino que se la ha comido casi entera, y tiene la camisa manchada de chocolate y un montón de envoltorios desperdigados por el pantalón y el sofá.
Eres un cerdo. Son mis bombones. En todo caso se los iba a dar a tu hijo.
Ya le damos bastante a mi hijo. María Antonia se acerca a quitarle la caja pero su marido la agarra con fuerza. Su marido se la quita fácilmente de las manos y la amenaza con un gesto del brazo sacando además la lengua. Quita, hostias. María Antonia retrocede tres pasos y decide optar por una táctica menos habitual. Quedarse de pie en medio del salón mirando a su marido, a ver si este reacciona y empieza a sentirse mal por lo que está haciendo. El marido la mira y empieza a sentirse mal. Deja de comer. Cierra la caja. No sabe qué hacer pero está furioso. Es entonces cuando coge la caja de metal y se la lanza a María Antonia a la cara. La caja le rompe un cristal de sus gafas incrustando pequeños trozos de cristal en su retina. María Antonia cae llorando al suelo con sangre en la cara. El marido se lanza sobre ella arrepentido por lo que acaba de hacer. Los dos lloran. El marido quiere ver la herida porque es médico. ¿Qué ha pasado? Después de treinta años de matrimonio ¿Por qué ha ocurrido? ¿Alguien sabe por qué? Mi marido me ha tirado una caja de bombones.