Ayer en clase leí un relato de un alumno que empezaba de la siguiente manera.
“En la soledad de la noche pensaba en ella. Un dolor en el pecho. Una angustia. Por primera vez en mi vida pensaba en la sensación de lo que podía ser no tenerla a ella. No tener a alguien. A cualquier persona. Mi visión era muy limitada. Mi estantería manchada por la luz que entraba por la ventana. La luz de la noche, del parque. Una luz a veces blanca, a veces amarilla, depende de cómo la miraras. Y la angustia duraba mucho, como un pie que te aprieta en el pecho. Dudaba si era ansiedad, una patología más fuerte o más seria, y sobre la duda mi angustia se hacía más fuerte. Pero sobre todo una norma, no mirar el teléfono, no mirarla a ella, no mirarla en mis pensamientos, en mis sueños. Y de pronto tenía momentos de lucidez, en los que recobrara la razón y pensaba que en el fondo, tarde o temprano la podía perder, y que esa realidad era más real de lo que quería pensar mi corazón. Me tocaba la polla pensando que a lo mejor, imaginando a otras mujeres, mi ansiedad se calmaba, pero era imposible. Mi ansiedad aumentaba y mi polla no respondía y el único sexo que podía imaginarme era con ella muerta, en la camilla de un forense, sus piernas abiertas y yo encima, castigándome, sobre la propia muerte, muriéndome sobre ella, encaminándome a un orgasmo fatal. No me acuerdo cuando me quedé dormido. Cuando me desperté todo era historia. Una noche cualquiera en mi vida. Una noche atormentado, una noche más. Me juré a mí mismo recurrir a las pastillas de mi padre si esa noche se volvía a repetir, pero sólo me acordé de ellas la noche siguiente, cuando la angustia volvió a coronar mi pecho, cuando mi padre dormía ya en su cuarto, y el hurto de estupefacientes era ya a todas luces una triste misión imposible”.
El relato, claramente, estaba basado en experiencias vitales personales de mi alumno. La imaginación le lleva a uno a imaginar castillos, duendes, árboles mitológicos, tramas detectivescas, terribles asesinatos, o situaciones cómicas imprevisibles. La imaginación es portentosa. Los sentimientos no se imaginan, se sienten, pero el lector necesita imaginación. Mi alumno carecía de ella y se había aprovechado de sentimientos. Sólo de sentimientos. Los sentimientos maquillan las historias, las hacen más bonitas. Son la pintura de una habitación, o los adornos tallados en madera en la puerta de un mueble viejo. Son importantes, pero no se sustentan sin el mueble en sí. El mueble es útil sin ellos, pero ellos sin el mueble sencillamente no existirían. Esto es lo que le dije. Le dije, quiero que me cuentes algo. Le dije, el lenguaje es correcto. Claro que es correcto. El nivel de implicación personal se agradece. Sin ninguna duda buscas que el relato sea único. Pero no me cuentas nada. No me cuentas nada que no hayamos vivido todos. Nadie quiere leer lo que ya ha sentido, lo que ya ha encontrado. A nadie le interesa la paranoia post adolescente, el sentimiento barato, la burla de la madurez. A lo mejor a los que te conocen. A los que te aman, a los que disfrutan de tu amistad. A las niñas adolescentes que quieren follarte, a las mujeres que creen haber encontrado en ti un punto de referencia intelectual. Mujeres porque son mujeres, no porque sean mujeres. Busca en tu imaginación. Y dicho esto me fui a casa. Mi mujer y yo llevábamos casados quince años. Al principio, cuando empezamos juntos, ella creía en mí más que en nadie. Ahora soy su compañero. No cree en mí. Sabe quien soy. No hay ninguna razón para creer en mí. Al principio si ella no estaba por la noche yo me preguntaba dónde estaba, y ella me reprendía mi obsesión, pero jugábamos a eso. Ahora si ella llega más tarde, si ella no llega, que seamos sinceros, no ocurre nunca, yo abro la piernas y me masturbo. Y en el momento en que suena la puerta sé que tengo exactamente veinte segundos para guardarme la polla en el pantalón y rezar para que la erección desaparezca. Veinte segundos en los que, cuando me pasa, que nunca me pasa, recurro siempre a la imagen de mi madre, a sus bragas sucias tendidas en el tendedero, y cuando mi mujer entra de pronto, con suerte la erección ha desaparecido y no tengo que dar explicaciones. No tengo que hacer nada. Dormirme. Sólo con un poco de suerte, un poco de suerte, sólo un poquito de suerte, ella se mete al baño a cagar, y yo sé que en ese tiempo, que dura alrededor de cinco minutos, puedo terminar de masturbarme antes de que llegue.