Ya casi no éramos nada. Se notaba en la piel.
Vivíamos lejos del entendimiento. Incautos, inhumanos, respetuosos pero
irascibles. Éramos muertos andantes, como tripulantes de un barco en la
niebla, como religiosas que cantan herméticamente sus oraciones en un
convento mientras fuera llueve sobre los cipreses. Lineales, constantes,
como el pitido en el monitadorado de un quirófano, como el muerto que
se queda en la camilla mientras su cirujano se quita la mascarilla.
Solo
tres colores representaban la Navidad en nuestro salón: el blanco, el
rojo, y el verde. Brillaban las luces de un árbol puesto sin ganas.
Habíamos comprado los regalos todos en la misma tienda del mismo centro
comercial. ¿Tienen papel para envolver? Sobres. Y en sobres habíamos
metido los regalos. Sobres cerrados con una pegatina que tenía dibujada
una especie de campanita. Y ya está. A los niños les da igual. Pero
antes, recuerdo, lo envolvíamos todo con diferentes papeles. Por lo
tanto antes el árbol quedaba rodeado por paquetes de diferentes texturas
y tonalidades. Hoy parece un escaparate de ese mismo centro comercial. La noche del cinco de enero de 2017 Ana y yo terminamos de colocar los regalos debajo del árbol y nos sentamos en el sofá. Encima de la mesa estaban las copas de vino que habíamos preparado con los niños para recibir a los reyes. Yo me bebí la de melchor y Ana de la baltasar. Tradicionalmente, la de Gaspar la compartíamos después de follar. Ana me pidió que echara un vistazo en la habitación de los niños a ver si estaban ya dormidos y yo obedecí, posponiendo el momento de decirle que no tenía ganas de nada. Pero sí, los niños estaban dormidos. De camino hacia salón, avanzando por el pasillo, me fijé en la sombra parpadeante que proyectaban las luces del árbol en el pasillo. Me imaginé una ambulancia que llevaba un muerto dentro. Me imaginé que yo iba en esa ambulancia, a punto de morir. Me imaginé las calles nocturnas y el sonido de la ambulancia entrando por la ventana de dormitorios de otras parejas que sí estaban follando. Pero cuando llegué al salón desapareció todo pensamiento, toda imaginación. El poder de lo real siempre ha sido mi debilidad. Ana lo sabía, y por eso estaba de pie, desnuda, delante del árbol, mirándome. Mis ojos la recorrieron como por primera vez. Desde los pies, pasando por el coño hasta sus pechos y el rostro, que sugerente, me invitó a desnudarme. Y esto fue: Ana desnuda.
La única imagen que puede rescatarme de la Navidad.