jueves, 3 de diciembre de 2015

Mientras Pedro pegaba tiros





Siempre alude a una melodía que disputa inequívocamente dos caminos, el de manchar las sábanas o manchar el vestido. Lleva dos meses trasteando con el destino, con lo que le costó, piensa, separarse de ella. Ayer, por ejemplo, fue uno de esos días. 

Recogió a Pedro en el colegio porque se lo pidió ella. Tenía una clase de piano con un ruso residente en Madrid que le pagaba doscientos cincuenta euros la hora, y el ruso solo podía a las cinco, y a las cinco alguien tenía que recoger al niño. Lo llamó, y él aceptó hacer el favor de buena gana. Le dijo trámelo a las seis, y de cinco a seis él y Pedro merendaron en una cafetería cerca de la casa de ella. Pedro habló del colegio, solo habla del colegio. Pidió un par de regalos para Navidad, regalos que ya estaban comprados porque ella se lo había chivado previamente a él. Disfrutó viendo comer a su hijo unas tortitas con chocolate, a pesar de que estaba un poco gordo. Pero solo un poco, cosas del crecimiento. Él también había sido gordo de niño, y luego campeón de atletismo en el instituto. 

A las seis en punto se levantaron de la mesa y salieron a la calle. A las seis y diez estaban entrando en el portal de su madre, de su exmujer. Pudo cruzarse con el ruso cuando este salió del ascensor, pero tampoco podía asegurar al cien por cien que ese hombre era ruso. Mientras subían en el ascensor le puso la mano a Pedro en la cabeza, un gesto de cariño, y mientras esperaban a que ella abriera la puerta, se imaginó al ruso follando con ella encima del piano. Sin celos, solo un pensamiento más. 

Ella abrió la puerta y estaba radiante, con su olor característico a hogar, a casa, a un perfume que se ha diluido ya dejando la esencia de una piel limpia y humana. Pedro corrió a su cuarto y encendió la videoconsola. Esto le molestaba a él, que su hijo solo pensara en jugar a pegar tiros, pero también la entendía a ella. Era más fácil, y ella necesitaba su tiempo, tiempo que desde luego a él le sobraba desde que se fue de casa. Hablaron un poco. Ella le pidió que le ayudara a bajar un caja de la parte de arriba de un armario. Él aceptó. Ella rechazó que fuera él quien se subiera a la escalera, y lo hizo ella. Él esperó debajo, sujetando la escalera, con su culo a trece centímetros de su cara. Pensó él en trece porque siempre le pareció un número sexual. Ella llevaba una falda larga pero muy fina, como de seda, y se le marcaban las bragas, porque ella no había sido pudorosa nunca para enseñar su cuerpo. Cuando se conocieron ella llevaba a veces una camiseta rota de tirantes, y en verano, la vestía sin sujetador, de tal manera que muchas veces se le salían los pechos sin querer. Aunque eran pequeños, eran hermosos. 

Ella conseguía liberar la caja de otro objeto que la bloqueaba. Él se fijó en sus talones, desgastados, y en unas arrugas finas y rectas que subían desde su tobillo hasta sus gemelos. Y cuando levantó la vista se topó con un olor que reconoció al instante, el olor de su cadera y de sus piernas cuando estaba cansada y llevaba varias horas tocando el piano. Ese olor. Apoyó su nariz en su culo y esperó a la reprimenda, pero no llegó. Ella se quedó quieta durante unos segundos, y luego movió su culo ligeramente hacia la derecha empujando la boca de él y su nariz hacia el centro. Con un mano él subió la falda descubriendo primero sus piernas y luego sus nalgas. Bajó las bragas y se las quitó. Ella se inclinó y él separó las nalgas con los pulgares para meter su lengua. Ella gimió ligeramente. Creo que los dos miraron hacia el pasillo para comprobar que la habitación de Pedro seguía cerrada, y así lo estaba. En cualquier caso, si se abriera, él solo tendría que soltar la falda y sería como si nada. Mientras su nariz se hundía en el culo de ella, su lengua trasteaba con lo demás. Pronto se ayudó de sus mano derecha para masturbarla. Ella se encargó de sujetar el vestido. Cuando ella se corrió él no quería sacar la cabeza, y ella tampoco. Sentía el calor, la humedad, y el olor en toda su cara. Ella sentía que si él se iba de ahí se desplomaría en el suelo. Pero él se fue, y ella no se desplomó. Lo primero que él vio cuando recuperó la luz fue una gota transparente en el peldaño metálico de la escalera, pero no sabía si era su saliva, o era de ella. 


Pedro pegaba tiros en otro mundo.  

lunes, 2 de noviembre de 2015

La máquina del sueño que tuvo Rosa


Quiero transmitirte un bello mensaje. Quiero que mis palabras encuentren tu destino imborrable, que sobre la soledad del mundo se erija un sueño de consolación eterno. Me gusta conseguir que una enumeración muera en la segunda línea para transformarse en un relato. No creo en conseguir cosas difíciles, por eso construyo un muro de protección ante la adversidad, por eso muero enrocado en una sutil demostración de inteligencia plagiadora, que es como la de verdad pero más perversa en su inutilidad.

Me encuentro sumido en un estado de recuperación paliativa cuando entra Rosa por la puerta. Lleva una bolsa blanca con comida y hace ruido al andar porque una de sus sandalias anda rota y va golpeando el suelo como si diera bofetadas a las baldosas. Aún parece resentida después de mi última demostración de estupidez. De estupidez porque me pareció mal que Rosa soñara con el carnicero, y estuvimos hablando de ese hecho el lunes, y desde el lunes aún no me he recuperado del ataque de celos. Y yo me pregunto si algún hombre sería capaz.

Voy a contar el sueño de Rosa. Rosa sueña que se levanta un día, se pone un pantalón de chándal marrón que heredó de un primo pequeño, se calza unas deportivas blancas, se pone una camiseta sin el sujetador debajo, y baja para comprar un kilo de carne picada. Con esa actitud de pulcritud cotidiana baja a la calle directa y molesta porque le hubiera gustado no tener que salir de casa en todo el día, pero lo hace porque quiere hacer albóndigas. En su sueño. En la vida real no sabe hacer albóndigas. Entra en la carnicería y se encuentra con un lugar completamente distinto al habitual. Para empezar, es incapaz de ver lo que hay dentro porque una inmensa nube de humo artificial lo inunda todo a cámara lenta como si se tratara del plató de una gala de Navidad. Rosa camina buscando con la mirada el mostrador de carne y al carnicero, pero es incapaz. Luces rojas y azules se mueven por la estancia como indicando que hay espacio para seguir moviéndose sin estrellarse contra una pared, y así lo hace Rosa, convencida de que pronto terminará con el sin sentido y podrá llevarse su carne picada para hacer albóndigas.

Pero lo que Rosa se encuentra no es un mostrador de carne, sino a varios carniceros desnudos follando con otras mujeres y otros hombres, que también han venido como Rosa a comprar algo de carne. Apenas es capaz de distinguir sus cuerpos entre la neblina, pero parece que están amontonados todos sobre una inmensa tabla para cortar carne. Uno de ellos lleva un guante de rejilla, otro apoya el amenazante filo de un inmenso cuchillo en el cuello de un hombre mientras le penetra analmente. De pronto el dueño de la carnicería se acerca a Rosa y le tiende la mano. Ven, le dice. Rosa le responde que solo venía a por carne picada, el carnicero asiente y la lleva a una esquina donde hay una máquina de triturar carne. El carnicero coge el pie de Rosa y lo mete en la máquina, y entonces Rosa empieza a sentir un cosquilleo tremendamente placentero a medida que la máquina engulle su cuerpo. Como si sus piernas se durmieran a la vez que la yema de un dedo pasara por de encima de ellas. Así lo describió ella.

Y la máquina engulle las piernas de Rosa hasta que de pronto llega a su coño y el éxtasis es descomunal. Rosa grita de placer, como una loca, incapaz de soportar el placer que siente al tiempo que su coño se descompone en la máquina. El carnicero empuja su torso para que la máquina engulla con más violencia, y Rosa se vuelve loca a la vez que pierde la vida, porque siente como si un torbellino de pequeñas explosiones entrara en su cuerpo a través de su coño y reventara sus sentidos hasta elevarlos al cielo. 

Y después se muere, se despierta y me lo cuenta. 

martes, 1 de septiembre de 2015

De dónde vienen esas ganas de escribir




El día que decidí ponerme a escribir tenía los dedos metidos en la boca de una mujer que me sacaba diez años y vivía en un piso pequeño de Vallecas, donde se dedicaba al tráfico de estupefacientes. Se llamaba Rosa y me enseñó el dolor. Me sentó en una silla, me puso dos dedos en su boca y me mordió. Volví a casa con un dolor húmedo, constante y cálido en las manos. Me olían las manos a su saliva, que era una saliva dulce y agradable, como un caramelo. Cuando llegué a casa me temblaban los dedos. Si cogía un vaso, se me caía al suelo, si intentaba sujetar el tenedor, se me caía la comida, si apretaba el puño, un punzante y descarnado dolor se disparaba desde mi brazo hasta la punta de mi nuca. Me sentía inútil y empecé a preocuparme. Quizá me había roto algo. Aún se apreciaba la marca de los dientes, incluso empezaba a asomar la mancha oscura de un hematoma, pero me puse un poco de hielo y esperé. Esa noche no hubo manera de masturbarme, pero tampoco tenía ganas. Nunca las tenía después de pasar una tarde en ese piso de Vallecas. Me dormí. 

Al día siguiente me levanté angustiado por un terrible dolor y me miré la mano, en la que había aparecido un terrible hematoma que llegaba desde la primera falange hasta casi la muñeca. Me senté en la cama muerto de miedo y llamé a mi madre. No podía ocultarlo más. A ella le conté que había tenido un accidente con la bici y me creyó. En urgencias me examinaron la mano, me hicieron una radiografía, y me mandaron a casa con una receta de analgésicos. No tenía nada. El médico me preguntó si me había mordido un perro y le dije que no. Es curioso, me dijo, parece una infección pero no hay infección. Me pidieron que volviera al día siguiente. Mientras tanto me retorcía en la cama de dolor, y me enfurecía cada vez más contra mi traficante vallecana, que para colmo no daba señales de vida. 

A las once de la noche, frustrado por la ineficacia de los analgésicos, y preocupado por el cada vez más purulento estado de mi mano derecha, me levanté de la cama, me vestí y salí de casa, haciendo caso omiso a los gritos de mi madre, que insistía en volver al hospital. A mí ya no me importaba perder la mano, me importaba solamente que aquella mujer me diera una explicación. Como no respondía a mis llamadas, me planté en su casa y llamé a la puerta. Un joven desnudo me abrió y me invitó a entrar. 

Normalmente me reunía con aquella mujer en soledad, pero aquella noche había unas diez o doce personas en el apartamento, todas desnudas o semidesnudas. A pesar del nudismo, nadie hacia otra cosa más que sentarse y mirar. Apareció la mujer en cuestión y me miro preocupada. Me advirtió que solo podía entrar en esa casa si ella lo permitía, y bajo cita previa. Le enseñé la mano y se río. ¿Qué te has hecho? Su actitud me molestó y le respondí con otra pregunta. ¿Qué me has hecho tú? Me llevó hasta una mesa y me invitó a sentarme en una silla. Desapareció durante unos segundos y volvió con un papel y un bolígrafo, que colocó delante de mí. Pronto me di cuenta de que me había sentado estratégicamente de espaldas al resto de invitados, y me sentí humillado y marginado de la fiesta. ¿Qué estoy haciendo? Escribe lo que escuches, me dijo. No puedo escribir con la mano izquierda, le respondí. Escribe con la derecha, aunque te duela, insistió. Y entonces se separó de mí y se juntó con el resto de personas. Lo que pasó a continuación es indescriptible. Ni si quiera tuve el valor de girar la cabeza para ver. Mis oídos se inundaron de deseos incurables. Cada gemido y cada respiración se conjugaban formando una melodía imposible que respiraba una locura atonal deliciosa. Entre cuerpos que se golpeaban suavemente, respiraciones y fluidos, de pronto estalló una voz. ¡Escribe! Mi mano se puso a funcionar. Las primeras palabras nacieron fruto del dolor y se prestaron torpes e inconexas, pero poco a poco mis dedos se fueron acostumbrando y fui capaz de construir oraciones más precisas. El hinchazón de la mano se fue adaptando a la forma del bolígrafo, y de pronto el dolor se convirtió en placer. La mujer me había pedido que escribiera lo que oyera, y así lo hice, con más o menos acierto, pero con bastante diligencia. Mientras los gemidos y los jadeos emborrachaban mi imaginación, mi mano se movía en pleno éxtasis de violencia y dolor. Y entonces descubrí el placer. Perdón, el doble placer. El del dolor, y el de escribir. 

Salí de aquella casa con el hematoma a punto de estallar, pero el dolor se había pervertido y transformado en diversión. En el trayecto de vuelta a casa me convencí de que iba a perder la mano, pero curiosamente no me preocupaba, como cuando das por perdido un sentimiento, o una persona, un amor, o una apetencia. Como cuando das por perdidas las ganas de caminar en un sentido exacto. 

Al día siguiente me levanté y el dolor había desaparecido. Ni dolor, ni hinchazón, ni hematoma. Mi madre aún hoy es incapaz de encontrarle explicación. 

martes, 21 de julio de 2015

El capítulo que nunca existió

Capítulo 1
Ana friega un vaso en la cocina de su casa. Un vaso. Nada más que un vaso. Casi nunca hay nada más que un elemento de la vajilla sucio en el fregadero. No en casa de Ana. Ana perdona a los que van acumulando vajillas sin lavar, pero ella no lo hace. No es una costumbre adquirida por ninguna razón. Sus padres eran bastante guarros. Su hermano también. Pero no tan guarros como para haberle causado un trauma que la haya convertido en una lavadora compulsiva. No hay motivos aparentes. Su cocina siempre está limpia. Esta es una de las cualidades de su cocina, y punto.
Ana tiene una cita con Fernando, un amigo de su hermano que ha venido de Valladolid a pasar una semana en Madrid. Se conocen de una fiesta que hizo su hermano el año pasado en Alcorcón, que es donde vive. En esa fiesta Ana pasó un agradable rato hablando con Fernando, y le pareció un hombre interesante. Fernando es filólogo, poeta, y en sus ratos libres, taxista. Así se presentó. Por una cuestión de clase, pero sobre todo por una cuestión de pudor femenino, Ana rehusa contarle a sus amigas que lleva medio año tonteando por Internet con un taxista. Cuando habla de él, le llama poeta. Y cuando le preguntan a qué se dedica, ella contesta que Fernando da clases de inglés a niños. Es lo mejor que se le ocurrió en el momento en que la preguntaron. Sabe que está mal, que es un pudor burgués, pero ha decido no lamentarse por no poder evitarlo.
Ana termina de lavar el vaso y se desnuda en mitad del salón. Sus manos recorren su cuerpo como comprobando que todo está en su sitio mientras busca un vestido en su armario.  Es un piso pequeño, y por eso el armario está en el salón. Ana encuentra el vestido y se lo pone. Siempre hace lo mismo. Le gusta ponerse vestidos desnuda para probarse a sí misma, y piensa “cualquier día salgo de casa con este vestido sin sujetador”. Ana se observa. A veces envidia a esas chicas que tienen tetas pequeñas y se pueden poner vestidos sin sujetador. Pero sus tetas no son pequeñas. No son excesivamente grandes, pero desde luego necesitan algo que las sujete. O al menos eso piensa mientras se vuelve a desnudar para buscar la prenda íntima, que siempre usa con cierta resignación.
Ana sale a la calle vestida de verde y camina por la calle haciendo gala de su exuberancia. Desearía que en verano no le sudara la entrepierna, pero es algo que ha aprendido a aceptar. Durante exactamente tres segundos y medio se pregunta si esta noche estaría dispuesta a follarse a Fernando, pero su experiencia delata que cualquier pretensión de que eso ocurra suele frustrar casi todas sus expectativas. El profesor de Comunicación Corporativa del máster de Comunicación de Empresa que estudió el año pasado, le enseñó que satisfacción es igual a calidad menos expectativas, y desde entonces lo aplica a todo: a las películas, a las ciudades, a los conciertos, a las situaciones y también por supuesto a las personas. La mujer moderna que vive dentro de Ana está dispuesta a dejar en manos de su inminente futuro “yo” la responsabilidad de saber gestionar una potencial situación de aventura sexual. Que se joda la futura Ana, que tendrá que dirimir si esa noche es una buena noche para follarse a Fernando o no.
Cambio de tono. Ana lleva todo el día afrontando este momento como si fuera un encuentro más en su habitual agenda de encuentros. Pero mientras espera en un semáforo en rojo para peatones, se da cuenta de que no es así. Vamos a explicar las cosas bien. Fernando tiene novia. Vive con ella desde hace siete años en un adosado en las afueras de Valladolid. Ana quiere imaginarse su vida como una vida miserable, aburrida, y carente de futuro, o por lo menos de un futuro apasionante, pero sabe que no es así. Porque no existen vidas así, probablemente, o porque le desea el mal a todo lo que habita en la cabeza de Fernando que no sea ella. Mientras espera en el semáforo piensa. No te deseo el mal Fernando, te deseo que seas otra persona. La clase de persona que solo piensa en mí. Ana y Fernando empezaron a escribirse con ese tono inocente que caracteriza a los primeros acercamientos de quien teme equivocarse. Ana sabía que Fernando estaba comprometido con otra persona, y aunque odiaba las infidelidades, Fernando era el tipo de persona que se cruza cinco veces en tu vida. Cinco, pensó Ana en su momento, que ya llevaba tres. Si Fernando no era el hombre, solo le quedaba uno, y tenía veintiocho años ya. Como para pensarse dos veces si un absurdo prejuicio contra las infidelidades podía condenarla a la soledad eterna.
El semáforo se pone en verde y Ana camina. El mundo es un lugar bonito. Hace unos tres meses que Ana y Fernando se empezaron a decir cosas como “últimamente pienso mucho en ti y no sé lo que me pasa”. Cosas como “sé que no debería decir esto, pero desde que entraste en mi vida estoy sintiendo cosas que no sentía”. La cosa degeneró y un día Fernando le pedió a Ana que no le escribiera mensajes comprometidos al móvil, por si acaso su novia cogía el móvil por casualidad y los leía. Ana lo comprendió pero fue como si cogieran una mordaza y se la pusieran en la boca, y la ataran en una silla, y la apuñalaran el corazón. El amor en su fase inicial necesita de la expresión y la respuesta del ser amado como necesitamos todos el aire, o el agua. No es solo gasolina para continuar amando, es casi como energía para seguir viviendo. Sin ella uno no tiene ganas de hacer nada. Y encima el amor no tienda a apagarse, sino que se vuelva contra ti, se vuelve una enfermedad, una desgarramiento, una suerte de abstinencia irreversible y dolorosa. Dos días más tarde un mensaje de un número desconocido supuso uno de los días más felices en la reciente existencia de Ana. “Me he comprado este móvil para que me puedas escribir siempre, y lo que quieras. Porque estos dos días, sin tus palabras contándome lo que sentías, me he sentido más vacío de lo que nunca me he sentido con nadie. Necesito saber que estás ahí, que quieres escribirme, que quieres saber que yo quiero escribirte, que quieres saber lo que yo siento por ti, que quieres que esto no acabe nunca, y que sea como un eterno vaivén vicioso de repeticiones. Si me levanto por las mañanas y pienso “quiero que esté conmigo” quiero saber que tú piensas lo mismo. Que no soy yo el único loco que transita por estas olas bravuconas, por este infierno de mordedoras semillas de locura”. Ana se rió de las semillas mordedoras, y le mandó un dibujo en carboncillo de una semilla con dientes mordiendo un gigantesco pene. Fernando agradeció la comprensión de Ana, y desde entonces se dicen de todo a todas horas a pesar de la distancia. Se dicen incluso cosas como “creo que te quiero”, o “ojalá pudiera gritar a los cuatro mundos que te quiero”. Y desde luego tienen conversaciones sexuales. Conversaciones que Ana juraría jamás haber escrito, y que Fernando confiesa haber transcrito e impreso para volver a leerlas en su soledad mientras se masturba escondido en el baño. Tengo muchas ganas de poner aquí esas conversaciones, o por lo menos contarlas, resumirlas, y que el lector se haga una idea del nivel de compenetración sexual que han llegado a tener Ana y Fernando a pesar de la distancia, pero la tensión narrativa me impide incluirlas en este punto del relato. Si hablo de sexo ahora, el sexo del que hablaré después perderá parte de su garra, su peso narrativo, y su espectacular trascendencia en el relato.



viernes, 26 de junio de 2015

Monstruo binario





Todo borrado. Cuarenta y ocho páginas de amor, de sexo, de lamentos... Veintiséis mil cuatrocientas palabras que hubieran removido tus intestinos, que hubieran hecho que te arrastraras cariñosamente hacia mí con ganas de revivir todo lo que un día habíamos vivido. Todo borrado. No era un cuento, no era una novela. Era un escrito íntimo, un regalo, un esfuerzo por recuperarlo todo, una poesía sin versos, un macabro diario para ti y para mí, que somos viejos verdes y compramos porno en DVD por internet y luego lo vemos juntos. Para estimularnos. Para follar. Porque aunque ahora follamos poco, por lo menos podemos decir que un día follamos mucho.

Todo empieza con una limpieza de los archivos que tengo el escritorio del ordenador. Esto me vale, esto no... Y de pronto veo el texto. El texto maldito, esa obra en la que llevo trabajando cuarenta días y a la que he llamado irónicamente, para quitarle hierro, “Historia de nuestros polvos”. Lo voy a borrar, pienso. Lo voy a borrar antes de que Elena lo encuentre. Es lo mejor. Si lo lee antes de que esté preparado, antes de que esté corregido y encuadernado, puede que pierda toda la magia, puede que toda la intensidad de mis palabras se pierda como se pierde el semen en los desagües de las duchas de los gimnasios, sin mucha épica. Lo veo y me acuerdo que tengo una copia en un pen drive y mi mente estúpida y vieja funciona de la peor manera. “Lo borro” me digo a mí mismo, “y luego hago otra copia del pendrive”. Y así lo hago. Y es que lo peor es que lo borro yo. Lo mato yo. Lo desaparezco yo. Evidentemente, no estaba en el pendrive. Hacía unos días que un amigo me había pasado unas películas. “Tienes el pendrive lleno” me dijo “Bórralo” le contesté, “si total tengo copia de todo en el ordenador”. Y así era, hasta ahora. Eso me pasa por robar cine.

Bueno vale, está borrado. Lo puedo volver a escribir. Pero qué coño. Qué coño lo voy a volver a escribir. Eso no se lo cree nadie. Es imposible recuperarlo. Todo escrito por impulsos, y después de cada relato me masturbaba, y después de masturbarme seguía escribiendo y las conclusiones, con esa falta de energía impresa que deja el auto orgasmo, estaban impregnadas de una serenidad y una nostalgia que eran perfectas. Jamás volveré a recuperar eso. Cualquier intento sería una pose, una interpretación, una mentira. Dios mío, qué he hecho.

Maldita informática, maldito monstruo binario, devuélveme el sexo escrito, devuélveme las palabras que hubieran reavivado mi amor.

Devuélveme las metáforas que escribí sobre la primera noche que Elena y yo cenamos juntos, y mientras cocinaba espaguetis a la carbonara, de pronto ella se agachó y se metió debajo de mi delantal. Devuélveme aquella bella figura retórica que utilicé para contar cómo después di la vuelta a su cuerpo, y obligándola a recostarse sobre mi fría encimera de falso mármol, metí mi cabeza entre sus piernas mientras ella apoyaba la frente sobre el cristal empañado de la ventana. Devuélveme los mil y un adjetivos que encontré para describir aquella mañana en Burgos, cuando fui a visitarla en verano de 2015 a su campamento arqueológico y me llené el culo de polvo mientras follábamos en un bosque. Me acuerdo que apoyé la mano en una zarza mientras ella tenía un orgasmo que fue eterno, un orgasmo celestial que yo no hubiera interrumpido aunque me hubiera comido el brazo un oso salvaje. Devuelve aquella poesía que en la página cuarenta y siete, en pleno relato de aquel sexo bruto primaveral menorquí, me había decidido a incluir a pesar de mis carencias en el terreno de la lírica. Pero decían algo así los cinco primeros versos, que eran los peores.

Aullido de un temor femenino,
en mi boca salva el orgullo,
de tener mi puño dentro,
mientras muerde mi cuello
y sangro.


Los recuerdo porque los escribí después de aquel café que fue maldito, casi ofensivo, enfrente de los Cines Princesa.  

miércoles, 17 de junio de 2015

La noche que no ocurrió, hoy víctima de mi imaginación



El cansancio hace que sea difícil imaginar. El trabajo lleva a las sociedades a un letargo de presente inerte. Un mensaje desde de tu ciudad y me pongo a pensar. Me pongo a pensar qué debería hacer aquí, o si debería estar aquí. Pero aquí estamos para el porno, y para el porno estamos. 

Hay tres tipos de imaginación. La que construye mundos paralelos en el presente, la que imagina un futuro incierto, y la que recrea un pasado que pudo ocurrir y no lo hizo. Permíteme que hoy me recree en esta última. Y permíteme que sea explícito, ya que cualquier esbozo de poesía es inútil en la construcción de este tipo de imaginación, pues suele ser el que más se nos pega a la piel y el más fácil de explicar. El cansancio no da para más. 

Sobre las seis de la mañana estábamos solos y subimos a cantar una canción. Si mezclo anécdotas me vas a perdonar. Ni era el mejor garito, ni la mejor noche, ni tú tenías las mejores intenciones. Pero para eso estoy yo ahora, para arreglarlo. ¿Cómo puedo hacer para ser romántico y sexual a la vez? Esta noche el reto es perder, esta noche soy la puta que se mira en el espejo y dice te quiero. 

Los besos anteceden a una pausa que ocurre en una parada de autobús. Yo te acompaño, y parece evidente que me voy a marchar por un lado y tú te vas a marchar por el otro. Me pides que me quede hasta que llegue tu autobús. No parece que tengamos muy claro lo de querer follar, aunque no tiene mucho sentido, porque llevo una hora besándote y no quiero dejar de hacerlo. Sin embargo hay una magia puritana que no queremos que se rompa. Mis manos tienen miedo sobre tus piernas, las tuyas se meten en mi pelo. Es evidente que te gusta que tenga el pelo largo. Lo de follar puede ser catastrófico y nos separamos. Tú por un lado, yo por el otro. Hasta ahí la verdad. No hubo nada catastrófico. Todo lo contrario. Todo lo que no ocurrió esa noche ocurrirá ahora en mis manos, que escriben y hacen vete tú a saber qué más. 

Sobre las cinco y media de la mañana entré en tu apartamento. No volví a buscar tu boca porque tenía los labios cansados. La lengua dispuesta y los labios cansados. Sobre un suelo lleno de polvo que no esperaba recibirnos nos encontramos semidesnudos, y pasó lo único que podía pasar. Torpeza. Entre las risas y las piernas y los brazos encontré tu desnudo vacío de pretensiones. Lo único que quería era encender la luz y mirarte desnuda, despacio, pero no estabas por la labor. Nos besamos en el suelo y tu sonrisa dibujaba una capacidad inoperante muy hermosa. Creo que entendí de qué iba la cosa. Te propuse un desnudo conjunto, que es fuera ropa y un abrazo largo. Tus piernas se cruzan con las mías y mis brazos, y mis genitales se pegan a los tuyos hasta que sentimos que hay una confianza, una sensación de falsa unión carnal que podría parapetarse en la ilusión de esa magia puritana y desconfiada. Es o podría ser el sexo de la amistad. De dos cuerpos desnudos abrazados y un beso lento, que se cuela entre los labios compartiendo saliva de una manera obscena y adolescente, y manos que buscan entre los resquicios de la piel un hueco en ese abrazo. Eres una mujer alta, como yo soy un hombre alto, y el abrazo se funde en una masa humana que se lubrica en sus extremos. Mis manos recorren tu cuerpo, las yemas de los dedos hundidas sobre una piel que empiezo ahora a reconocer. Los dos estamos tumbados, de lado, pero los dos encima el uno del otro. Es imposible entenderlo, pero más imposible aún entender cómo llego a entrar dentro de ti. Estamos follando gracias a una humedad que nadie ha pedido. ¿De dónde sale? No lo sé. Ni sexo oral, ni nada. Solo un abrazo. Cuatro piernas cruzadas, y un abrazo. Es difícil de entender, pero por eso es hermoso. Poco a poco el aliento a cerveza desaparece, porque dos bocas unidas anulan el aliento de cualquier persona. Tu melena se acuesta en el parqué y se llena de polvo mientras follamos. Ya no estamos abrazados. Ahora estás encima, clavando las rodillas en el suelo duro. Una herida se empieza a fraguar en tus piernas con el roce del parqué. Mañana besaré esa herida cuando volvamos a follar y tenga tus pies en mi cara, tus piernas en mis hombros, y en mi boca el olor de una mujer que este fin de semana no quiere dejar de follar. 


No sé si es un gran polvo, pero solo tengo una necesidad que es imbatible, y es la de quedarme dentro, casi sin moverme.