Todo borrado. Cuarenta y ocho páginas
de amor, de sexo, de lamentos... Veintiséis mil cuatrocientas
palabras que hubieran removido tus intestinos, que hubieran hecho que
te arrastraras cariñosamente hacia mí con ganas de revivir todo lo
que un día habíamos vivido. Todo borrado. No era un cuento, no era
una novela. Era un escrito íntimo, un regalo, un esfuerzo por
recuperarlo todo, una poesía sin versos, un macabro diario para ti y
para mí, que somos viejos verdes y compramos porno en DVD por
internet y luego lo vemos juntos. Para estimularnos. Para follar.
Porque aunque ahora follamos poco, por lo menos podemos decir que un
día follamos mucho.
Todo empieza con una limpieza de los
archivos que tengo el escritorio del ordenador. Esto me vale, esto
no... Y de pronto veo el texto. El texto maldito, esa obra en la que
llevo trabajando cuarenta días y a la que he llamado irónicamente,
para quitarle hierro, “Historia de nuestros polvos”. Lo voy a
borrar, pienso. Lo voy a borrar antes de que Elena lo encuentre. Es
lo mejor. Si lo lee antes de que esté preparado, antes de que esté
corregido y encuadernado, puede que pierda toda la magia, puede que
toda la intensidad de mis palabras se pierda como se pierde el semen
en los desagües de las duchas de los gimnasios, sin mucha épica. Lo
veo y me acuerdo que tengo una copia en un pen drive y mi mente
estúpida y vieja funciona de la peor manera. “Lo borro” me digo
a mí mismo, “y luego hago otra copia del pendrive”. Y así lo
hago. Y es que lo peor es que lo borro yo. Lo mato yo. Lo desaparezco
yo. Evidentemente, no estaba en el pendrive. Hacía unos días que un
amigo me había pasado unas películas. “Tienes el pendrive lleno”
me dijo “Bórralo” le contesté, “si total tengo copia de todo
en el ordenador”. Y así era, hasta ahora. Eso me pasa por robar
cine.
Bueno vale, está borrado. Lo puedo
volver a escribir. Pero qué coño. Qué coño lo voy a volver a
escribir. Eso no se lo cree nadie. Es imposible recuperarlo. Todo
escrito por impulsos, y después de cada relato me masturbaba, y
después de masturbarme seguía escribiendo y las conclusiones, con
esa falta de energía impresa que deja el auto orgasmo, estaban
impregnadas de una serenidad y una nostalgia que eran perfectas.
Jamás volveré a recuperar eso. Cualquier intento sería una pose,
una interpretación, una mentira. Dios mío, qué he hecho.
Maldita informática, maldito monstruo
binario, devuélveme el sexo escrito, devuélveme las palabras que
hubieran reavivado mi amor.
Devuélveme las metáforas que escribí
sobre la primera noche que Elena y yo cenamos juntos, y mientras
cocinaba espaguetis a la carbonara, de pronto ella se agachó y se
metió debajo de mi delantal. Devuélveme aquella bella figura
retórica que utilicé para contar cómo después di la vuelta a su
cuerpo, y obligándola a recostarse sobre mi fría encimera de falso
mármol, metí mi cabeza entre sus piernas mientras ella apoyaba la
frente sobre el cristal empañado de la ventana. Devuélveme los mil
y un adjetivos que encontré para describir aquella mañana en
Burgos, cuando fui a visitarla en verano de 2015 a su campamento
arqueológico y me llené el culo de polvo mientras follábamos en un
bosque. Me acuerdo que apoyé la mano en una zarza mientras ella
tenía un orgasmo que fue eterno, un orgasmo celestial que yo no
hubiera interrumpido aunque me hubiera comido el brazo un oso
salvaje. Devuelve aquella poesía que en la página cuarenta y
siete, en pleno relato de aquel sexo bruto primaveral menorquí, me
había decidido a incluir a pesar de mis carencias en el terreno de la
lírica. Pero decían algo así los cinco primeros versos, que eran
los peores.
Aullido de un temor femenino,
en mi boca salva el orgullo,
de tener mi puño dentro,
mientras muerde mi cuello
y sangro.
Los recuerdo porque los escribí
después de aquel café que fue maldito, casi ofensivo, enfrente de
los Cines Princesa.