lunes, 25 de julio de 2016
El sueño que tuvo Laura Andrade
A las diez de la mañana del sábado pasado, (calculen la fecha según la cabecera de este post), Laura Andrade, una buena amiga a la que he cambiado el nombre en este relato, vivió la historia que voy a relatar a continuación. Ella me contó esto ayer, sin demasiada emoción, sin darle demasiada trascendencia, con una especie de pudor científico nada disimulado, pero con bastante concrección.
La noche del viernes al sábado, Laura se atragantó con un sueño. Matías, un joven de su barrio que vendía pan artesanal en una moderna panadería decorada como si fuera una sala de conciertos berlinesa y donde siempre ponía temas de folk americano, apareció en ese sueño embadurnado de harina, como un monstruo de piel blanca (Matías era grande y robusto) o el miembro de una tribu de esas que se pintan todo el cuerpo con algún tipo de barro coloreado. Embadurnado en harina y desnudo, Matías corría en el sueño de Laura por un prado verde, y botaba su enorme miembro sobre el horizonte de hierba mientras una nube de polvo blanco iba dejando una estela, como si fuera una estrella fugaz. Parecía contento, decía Laura, y se acercaba a mí.
"¿Te daba miedo?" le pregunté.
"No, todo lo contrario. Yo deseaba que llegara hasta mí y me tocara".
Y así fue como Matías llegó hasta donde estaba Laura, la tumbó sobre la hierba, la desnudó y metió su cabeza entre sus piernas. Pronto Laura descubrió como varias partes de su cuerpo desnudo ya habían sido impregnadas con la huella de la harina, con marcas de los dedos de él en su tripa y en la parte baja de sus muslos. La propia humedad de Laura y la saliva de Matías mezcladas con la harina empezaron a formar una suerte de masa que Matías acumulaba sobre la hierba mientras seguía jugando con su lengua entre las piernas de ella. En un momento dado, Laura abrió los ojos y descubrió a Matías masturbándose con una mano mientras con la otra hacía acopio de toda la harina que le quedaba en el cuerpo para llevarla a su coño, de donde salía reconvertida en una masa sólida. En el sueño, me contó Laura, "me sentía como si estuviera dando a luz comida, como si de mí saliera el pan que alimentaría a toda la humanidad".
Nos reímos.
"Como si fueras la madre de todos los hambrientos".
"Me río ahora, pero en su momento eyaculé teniendo este pensamiento. Me ponía cachonda ser una fuente de alimento".
Y eyaculó. Eyacularon.
Matías terminó de juntar todos los líquidos de ambos cuerpos y armó una masa sólida y consistente. Como era un sueño, de pronto, y sin preaviso, apareció un horno en mitad del prado. Matías metió dentro de él la masa y esperaron juntos, desnudos, a que el pan se cociera. Laura recuerda que a pesar de que generalmente en los sueños no era capaz de oler, en aquel se emborrachó con el olor de la cocción mientras Matías le hacía cosquillas con sus dedos gordos sobre la tripa, la espalda y el culo.
No recuerda mucho más de ese sueño, salvo que el pan estaba delicioso.
"Y me levanté el sábado, y como todos los sábados me tomé un café con Quique y más tarde, mientras él salía a correr, bajé a comprar el pan, solo que esta vez estaba un poco ruborizada y nerviosa porque me acordaba perfectamente del sueño que acababa de tener. Curiosamente, la panadería de Matías tenía la puerta cerrada y la verja echada a medias, pero no sé por qué, quizá por la confianza, o porque me molestaba ese obstáculo a mi rutina, moví el pomo, la puerta se abrió y entré. La música estaba más alta que nunca. Sonaba a todo trapo un disco de The underground Youth, y había cierto desorden en la panadería. Cajas abiertas por todas partes y todo a medio hacer, como si una actividad frenética de pronto se hubiera quedado a medias. Y delante del mostrador, unas cajas inmensas llenas de cartones de leche, de una leche que solo hacen en Galicia y que tiene un dibujo de un inmenso prado verde en el cartón. Me reí, claro, porque me recordó al sueño, pero pronto me distraje con un sonido que venía de dentro. Una especie de respiración profunda seguida de un roce arenoso. Llamé a Matías, pero la música me tapó. Caminé más allá de la recepción y abrí una puerta de metal que me llevó al almacén. La respiración profunda se convirtió en un gemido que giró mi mirada hacia la derecha. Matías estaba debajo de una mujer igual de grande que él. Estaban follando, semivestidos los dos con unos monos blancos que se habían quitado lo justo para poder efectuar la penetración. A su alrededor, cuatro o cinco sacos grandes de harina se habían caído formando una cama de polvo blanco que impregnaba sus pieles. No me vieron. Estaban follando muy bien, con muchas ganas y con mucha concentración. Dudo mucho que hubieran visto nada más allá de sus propios cuerpos. Me giré para marcharme y me encontré con una bandeja llena de masas crudas. Robé una de ellas y me marché"
"¿Qué hiciste con ella?"
"Me masturbé oliéndola antes de que Quique volviera de correr".
martes, 5 de julio de 2016
El círculo de Mahón
De los
vientinueve a los treinta y dos años compartí mi vida con una mujer que
se llamaba Clara. Éramos felices, relativamente, y sorteábamos los
coñazos del día a día sin complicaciones. Creo que sexualmente estábamos
bien, y digo creo pero en realidad es creía, porque aunque en aquel
momento pensaba que no podía ponerle pegas, luego más tarde quizá me di
cuenta de que sí. ¿Pero quién puede adivinar lo que seremos o desearemos
en el futuro, si a menudo es complicado saberlo en el presente? Es
importante aclararlo para entender el matiz de lo que voy a contar a
continuación.
Hacia el ecuador de nuestra relación, Clara y yo hicimos un viaje a Menorca y nos alojamos en un apartamento que estaba cerca de Mahón. El tiempo en la isla transcurrió con normalidad. Clara y yo nos llevábamos bien. Leíamos cada uno sus novelas durante interminables sesiones en la playa en las que o dormíamos, o mirábamos el mar, o nos enfrentábamos al novelón tocho de turno que uno piensa que solo puede leer en las vacaciones. Ocasionalmente hacíamos el amor antes de dormir.
Hacia el ecuador de nuestra relación, Clara y yo hicimos un viaje a Menorca y nos alojamos en un apartamento que estaba cerca de Mahón. El tiempo en la isla transcurrió con normalidad. Clara y yo nos llevábamos bien. Leíamos cada uno sus novelas durante interminables sesiones en la playa en las que o dormíamos, o mirábamos el mar, o nos enfrentábamos al novelón tocho de turno que uno piensa que solo puede leer en las vacaciones. Ocasionalmente hacíamos el amor antes de dormir.
Una mañana Clara y yo paseábamos por
Mahón cuando de pronto, con ese anhelo de encontrar el camino
alternativo que invade a todo turista, nos adentramos en una calle
residencial en la que no había nada. Estábamos solos, era la hora de la
siesta, y el silencio era apabullante. La calle era larga, y no había
prácticamente caminos que se cruzaran perpendicularmente por ella. Una
vez dentro, o te dabas la vuelta o llegabas hasta el final. Fue entonces
cuando desde una de las ventanas, Clara y yo oímos a una pareja follar.
Follában ruidosamente, con violencia, sin disimulo, con una pasión y un
ahínco ruborizantes. No me atreví a mirar a Clara, y creo que ella no
se atrevió a mirarme a mí. Lo mejor era seguir caminando, sin
detenernos, con la esperanza de que la calle acabara pronto. Los
gemidos, sobre todo de ella, se nos clavaban en los oídos. No podíamos
oir otra cosa. Y a pesar de que podríamos haber hecho alguna broma, o
romper el hielo de alguna forma, ni Clara ni yo dijimos nada en todo el
camino. Cuando llegamos a la altura de la ventana dichosa y los gritos
de placer se oían casi como si los dos estuviéramos allí, con los
amantes, ninguno tuvo el valor de mirar hacia arriba. Aceleramos el
paso, y recuperarnos cierta serenidad cuando ya estábamos lejos. Cuando
salimos de la calle yo estaba sudando. Tardé en volver a mirar a Clara a
los ojos esa tarde. Tenía miedo de que dijera algo o de que hiciera
algún tipo de referencia a lo que acababa de ocurrir. Clara y yo nunca
habíamos follado así, y reconozco que apartir de aquel día ese
pensamiento fue uno de los muchos que no me abandonaron hasta que se
terminó nuestra relación año y medio después.
Y cinco años después volví a Mahón a una lectura en una librería que pertenecía a la madre de una amiga en Madrid. Me lo pidió como favor, que fuera a la librería de su madre en Mahón y leyera algo mío. Favor me hacía ella a mí. Después de la lectura nos quedamos unos cuantos conocidos a tomar algo en un bar, y conocí a una chica, Lucía, una mujer que andaba por allí y que era hermana de un conocido de mi amiga. Hablamos durante un rato, en el que en seguida entendí que era una mujer apasionante, llena de vida, de esas personas que llenan tu mente de un flashazo y dejan un poso de deseo que nunca se agota. Lucía tenía los ojos grandes y me miraba como yo la miraba a ella. Aguantamos juntos hasta que se fue el último del bar, pero bebimos demasiado, y aunque nos besamos en la calle nada más salir y quedarnos solos, cuando Lucía llegó a la cama de mi pensión se derrumbó y se quedó dormida mientras yo le besaba los brazos y el cuello. Abrió un par de veces los ojos y me miró. Me dijo incluso en un momento, con una voz lánguida de entresueños, "hazme el amor", pero en seguida entró en una fase profunda del sueño y solo quedó su figura semidesnuda, iluminada por una descarada luna isleña, y una graciosa y hermosa boca abierta que podía haber sido el himno de los sueños de cualquier ternura.
Lucía se levantó al día
siguiente y me miró a los ojos. Me despertó. Me besó. Se desnudó y me
desnudó a mí. Sin mediar palabra nuestras lenguas madrugadoras se
humedecieron con el contacto y recuperaron la lubricación de la noche
anterior. Nos tocamos desesperadamente, como amantes que no quieren
perderse su cuerpo, con la ansiedad del que se adentra en territorio
desconocido y en seguida está de vuelta sobre sus pasos, intrigado por
rencontrarse con lo nuevo, que es como agua fría en una piel ardiendo.
Con las bocas rojas y olor a saliba en toda la cara penetré a Lucía y
solo entonces conocí a la otra Lucía. La dueña de un deseo que no
parecía humano, la diosa de una exhaltación que me llevó a otro planeta,
como una droga sicodélica. Lucía gritaba, sí, pero gritar es una
expresión burda para describir lo que hacía Lucía. Lucía reventaba el
mundo como si fuera más pequeño que ella, pataleaba la normalidad de lo mediocre, me secuestraba dentro de una burbuja que volaba lejos y
daba mil vueltas, como una lavadora. No era yo quien penetraba a Lucía,
era ella quien absorbía el mundo a través de mí, usándome casi como un
puente, como una herramienta, y luego lo escupía de vuelta a través de
su boca convertido en algo más real, más puro, más humano, pero a la
vez, absolutamente desconocido para mí. Entiendo que parezca exagerado,
pero tiendo a exagerar porque creo que solo en la reducción de una
exageración está la verdad. Que cada uno haga sus cálculos cuando afirmo
que los gemidos de Lucía me ayudaron a entender el mundo.
Terminamos,
si se puede terminar algo que es un todo en sí mismo y no un camino con
un principio y un fin, me recosté en la cama y miré el techo. El sol
inundaba las paredes. La brisa de la calle desveló que la ventana había
estado abierta todo este tiempo, que nuestra intimididad se había
colado en la calle, y que probablemente, más de un vecino nos había
escuchado. Me levanté entonces y me asomé por la ventana. La calle estaba vacía, pero
aunque estaba vacía, pude ver perfectamente a Clara caminando a lo
lejos, a paso acelerado, azorada. Ya casi había llegado al final de la
calle. Iba sola, y no miró nunca atrás. No era la misma calle, no era la
misma hora, puede que ni si quiera fuera Mahón. Era un ciclo que se
cerraba en algún lugar del mundo, un círculo que solo podía volver a
empezar y llevarme a caminar a otra calle, quizás, con otra Clara, o
solo, o que podía detenerse allí si es que un camino en círculo puede
detenerse en el momento en el que encierra la felicidad.
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