domingo, 12 de agosto de 2012

Qué falta de aire





Llevaba ya varios meses soñando con follar con ella. Cuando por fin la encontró y la tuvo cerca, en la calle, a punto de coger un taxi a las cinco y media de la mañana, una tormenta inundó Madrid y los dos se quedaron perplejos ante la visión de un autobús que negligentemente patinó sobre el asfalto de la Gran Vía y volcó delante de sus narices. Que ya no iban a follar es lo primero que pensó. Que probablemente ésa era su única oportunidad con ella y que ya no iban a haber muchas más fue lo segundo. Se despidieron con un beso largo eso sí, pero pronto se dio cuenta de que ella no estaba pensando en él. Sus labios se dejaban besar como si fueran el apoyabrazos de la boca de él. No había esfuerzo por contener el reguero de saliva que corría dulcemente por la barbilla de él, y las manos de ella ya no buscaban los brazos de él como habían hecho antes. La noche había muerto, como habían muerto diez pasajeros en el accidente. Uno de ellos era un abuelo con Alzheimer que se había escapado aquella noche de casa. Iba en bata. La imagen fue repetida varias veces en el telediario. La familia parecía más aliviada que otra cosa, pensó él. Era la quinta vez que se escapaba, y no parecían haber querido poner muchas medidas para prevenir el drama. Como si el accidente fuera un plan premeditado de aquella familia, él les odió. Por su culpa, pensó, jamás volvería a tener la oportunidad de follar con ella. Y no sabía si quería algo más o no. Primero quería follar con ella. Tendría que pasar un año, y quien sabe si eso sería suficiente, para que Laurita volviera a Benidorm una semana con sus padres y él se quedara solo. Pero también dependía un poco de la crisis, la puta crisis, porque el padre de Laurita estaba pensando en vender su casa de la playa. Y qué putada sería eso, pensó. Qué falta de aire, qué falta de todo, y qué espera inagotable.