Llevaba ya varios meses soñando
con follar con ella. Cuando por fin la encontró y la tuvo cerca, en la calle, a
punto de coger un taxi a las cinco y media de la mañana, una tormenta inundó
Madrid y los dos se quedaron perplejos ante la visión de un autobús que
negligentemente patinó sobre el asfalto de la Gran Vía y volcó delante de sus
narices. Que ya no iban a follar es lo primero que pensó. Que probablemente ésa
era su única oportunidad con ella y que ya no iban a haber muchas más fue lo
segundo. Se despidieron con un beso largo eso sí, pero pronto se dio cuenta de
que ella no estaba pensando en él. Sus labios se dejaban besar como si fueran
el apoyabrazos de la boca de él. No había esfuerzo por contener el reguero de
saliva que corría dulcemente por la barbilla de él, y las manos de ella ya no
buscaban los brazos de él como habían hecho antes. La noche había muerto, como
habían muerto diez pasajeros en el accidente. Uno de ellos era un abuelo con Alzheimer
que se había escapado aquella noche de casa. Iba en bata. La imagen fue
repetida varias veces en el telediario. La familia parecía más aliviada que
otra cosa, pensó él. Era la quinta vez que se escapaba, y no parecían haber
querido poner muchas medidas para prevenir el drama. Como si el accidente fuera
un plan premeditado de aquella familia, él les odió. Por su culpa, pensó, jamás
volvería a tener la oportunidad de follar con ella. Y no sabía si quería algo
más o no. Primero quería follar con ella. Tendría que pasar un año, y quien
sabe si eso sería suficiente, para que Laurita volviera a Benidorm una semana
con sus padres y él se quedara solo. Pero también dependía un poco de la
crisis, la puta crisis, porque el padre de Laurita estaba pensando en vender su
casa de la playa. Y qué putada sería eso, pensó. Qué falta de aire, qué falta
de todo, y qué espera inagotable.