No puedo verla de otra forma. Llueve. Sus ojos semicerrados encuentran su perfil en la decadencia del universo. No llora. No habla. Tampoco duerme. Mira al infinito como si significara algo, como si pensara en algo. Pero yo sé que tampoco piensa. Me recuesto en la cama y la miro. Miro su espalda. Una delgada línea que atraviesa todo lo que yo quiero, y termina en un lugar oscuro y precioso, tapado a medias por un pliegue hermoso de la sábana. Puedo entender su olor después de horas de conversación, y encuentros necesitados de besos. Labios que se cruzan y palabras ahogadas en estrechas respiraciones censuradas. Su olor es el olor de la suciedad humana. Del sudor y las sábanas fuertes, de la ropa usada, del sexo liberado y la educación perdida. Fuere llueve. Las gotas de agua contaminadas resbalan por el cristal de la ventana. Creo que ella está mirando precisamente eso. Está intentando mirar a través de ellas. Extiendo una de mis manos y acaricio la piel de su cadera. Con uno de mis dedos empujo la sábana y descubro el resto de su cuerpo. Mis ojos se clavan en el agujero negro como si estuviera imantado con una gran carga de electricidad estática. Ella gira su cuerpo y lo apoya en el colchón. Creo que la oigo respirar. Mi mano recorre lentamente sus piernas, recreándose al final en la formas de sus pies, y trazando líneas curvas sobre la superficia blanda de sus yemas. Se estremece y abre aproximadamente diez grados el ángulo que marcan sus piernas. Mis manos suben como una serpiente por sus gemelos, y la tierra que tiembla por debajo queda marcada por una cicatriz de sentimientos que caen primero hacia abajo y luego se disparan hacia arriba. Puedo notar como ella, con la cara apoyada en la almohada y las manos debajo de ella, quiere cerrar los ojos porque la oscuridad ahora le dice más. La punta de mis dedos llega a su rodilla y despierta la intranquilidad en todas las células de sus piernas. Sin mirarme, sin decir nada, ella coge mi mano, la sube e introduce mis dedos dentro de ella. Y ahora pienso en Henry Fonda, y luego qué.
No es mi mejor momento. Afuera llueve de verdad. La lluvia está dejando gotas en el cristal de mi ventana y yo trato de mirar a través de ella. La luz es gris y la música es electrónica. No hay ninguna chica desnuda tumbada a mi lado. Si de verdad la hubiera no estaría escribiendo. A lo mejor si durmiera, pero si no duerme no. No hay ninguna chica desnuda y no hay ningún pliegue de sábana hermoso que caiga sobre ella como en un cuadro del renacimiento. Nada de eso existe. Todo es una invención porque quiero sentir algo. Así se resume mi intimidad. Horas y horas buscando algo que al final me invento. Yo quería escribir un post sobre cuatro películas clásicas norteamericanas que produjo Hollywood y cuyo contenido es extremadamente transgresor y liberal para la época. La primera Llamad a cualquier puerta (1949) de Nicholas Ray. La segunda, ¡Quiero vivir! (1958) de Robert Wise. La tercera y cuarta, Sólo se vive una vez (1937) y Furia (1936) de Fritz Lang. La de Wise es más posterior pero no por ello menos arriesgada. Todas ellas producciones comerciales que tuvieron éxito en taquilla. Todas ellas obras maestras que tratan sobre el por qué la delincuencia y el odio, y sobre cómo castiga y persigue la sociedad a seres humanos que un momento dado cruzaron una delgada línea roja. Todos los dilemas morales que se plantean en éstas cuatro obras superan con creces muchas de las pajas intelectuales que a veces nos hacemos los europeos. Fueron echas para el pueblo con un mensaje para el pueblo, y fue el pueblo quién las vio. Hoy me quedo con la boca abierta y me pregunto… me pregunto muchas cosas. De hecho hay una pregunta que creo que ya me había hecho antes. ¿Quiénes son los malos?
La chica desnuda se gira y me pregunta que quién me gusta más, John Wayne, o ella. Siempre depende de la película, pero John Wayne es John Wayne, and a man´s got to do what a man´s got to do. Ya no me sirve para nada. Todo el mundo hace lo mismo. Jugamos en una liga con demasiados equipos.