lunes, 15 de diciembre de 2014

Espacios de la casa





La verdad se inclina a mi favor. Después de dieciocho minutos de silencio queda poco más que el olor. Fantaseamos con un deseo inexplicable de sexo que es incurable con el tiempo y se convierte en una ilusión de movimiento abstracto. Cualquier pequeño detalle puede destruirlo todo, incluso los caminos del alba, esos que se retuercen entre las piernas como ilusiones vacías y vuelven sus pasos hacia la noche cuando hay suerte y es invierno, y podemos dormir hasta que la oscuridad vuelve otra vez.


Tiene las manos frías cuando pasa un tiempo en silencio. Me recuerda que he puesto la lavadora pero no me acuerdo por qué la he puesto. Parece evidentemente que no voy a levantarme a tenderla. Ponerla fue un capricho absurdo. Ah, no, espera, ahora me acuerdo. La puse porque no sabía que Alicia iba a venir. Y ahora se está pudriendo. Me pregunto por qué la ropa se pudre en la lavadora. Alicia es una mujer mucho más inteligente que yo. Ese tipo de preguntas son de personas que entienden el mundo de una manera mucho más idealista. La practicidad es la religión de los que aceptan que la mayoría de detalles que nos dan por el culo en el día a día, son incuestionables. Un detalle, por ejemplo, es que no puedo follar con Alicia mientras Ana está en casa. De verdad que desearía entrar con Alicia en casa y presentársela a Ana. Sentarnos un rato en el salón. Ofrecerla algo de beber y mientras voy a por ello que Ana y Alicia hablasen. Y luego al rato, después de haber hablado y contarnos nuestras cosas, Alicia y yo nos metemos a follar y punto. Oye Ana, nos vamos a follar, ahora venimos. Como si fuéramos a hacer deporte, o Pilates, o un ejercicio de yoga. Alguna vez le propuse fantasear con ello a Alicia pero ella es mucho más inteligente, y más práctica. Lo que es imposible no es digno de imaginarse. ¿Para qué además? Sin embargo la ocurrencia tuvo sus frutos. Unos días más tarde Alicia me contó que se había imaginado que Ana y ella hacían el amor mientras yo me masturbaba. Me pidió que le contara un cuento donde eso pasara y lo hice. Al final acabamos haciendo el amor nosotros. En mi cuento me aproveché de que Alicia no conoce a Ana. Puse a Ana haciendo cosas que jamás haría como sentarse en la cara de Alicia y ahogarla con sus piernas mientras la masturbaba para alcanzar el orgasmo al borde de la asfixia. A Alicia le encanta fantasear con esas cosas, pero porque sí se ve capaz de hacerlas. Es una mujer muy práctica. Si pudiera, me dijo una vez, dedicaría una habitación de mi casa solo al sexo. La llenaría de juguetes, porno, máquinas para hacer ejercicios, libros con trucos para aguantar el orgasmo, etc… Y solo entraría en esa habitación con la intención de ejercitar el sexo de alguna manera.  Y no ventilaría nunca, o casi nunca, para mantener el olor. Y de esa manera con solo abrir la puerta y pasar dentro se activarían inmediatamente un montón de sensores en mi cuerpo, y le pasaría a cualquier persona, y probaría a invitar a gente y observar qué sienten. Qué poco presente está el sexo en los espacios cotidianos, me dijo. En mi casa, por ejemplo, el sexo no está presente en ningún lado. En la mía tampoco, le respondí. ¿Por qué? No supe. Y sin embargo la necesidad crece, escondida, hacia un lugar que es dañino, porque ni es, ni no es.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Follaron como locos




Voy a contar un cuento para principiantes.

El chico encontró a la chica sentada en la mesa de una cocina. Era una cocina con ventana al exterior. Miraba de reojo hacia ninguna parte, compartía consigo misma una ilusión que podía desvanecerse en cualquier momento. Querido amigo, imagínate una mesa llena de harina. No me voy a conformar con esta historia.

Dentro de la complejidad de una historia para principiantes nos encontramos con la variedad del buen gusto. El chico encontró a la chica sentada en la mesa de una cocina y se acercó a ella. Cualquier otro gesto hubiera sido más adecuado. Los primeros besos se pierden en un lugar que es inexacto, y luego es imposible recuperarlos. Pero tú te acuerdas de que es mejor tratarlos con valentía. Venga, ¿por qué no?

El chico encontró a la chica sentada en la mesa de una cocina y se acercó a ella, podía ver y sentir entre sus manos los montones de harina, y parte de lo que más tarde hubieran sido croquetas, pegado a su culo y a sus bragas. Qué difícil es escribir cuando quieres que las palabras tengan un peso muy liviano. Las manos arrastraban esa harina por una mesa de madera mientras el chico penetraba lentamente a la chica, que miraba de espaldas a él una puerta de un mueble. Detrás de esa puerta se escondía un cuaderno con hojas arrancadas y notas y apuntes de una historia para principiantes. Huele a que alguien es feliz.

Me imagino que hay alguien que no sabe todavía lo que es una historia para principiantes. Bueno, yo sí lo sé. Una historia para principiantes es un cuento, un relato, una novela o una película que aún no tiene final.

Antes de entrar a mear me he cruzado con el tipo que nos había pedido dinero en la terraza y al que le habíamos dicho que no. Le digo que no porque no tengo suelto y luego me acerco a pagar y el camarero me da las vueltas y me pone un montón de monedas en la bandeja. Así es la vida. Y entonces me he cruzado con él, y el tipo me ha mirado, aunque no ha dicho nada, pero me ha mirado. No te voy a dar un duro, he pensado. No sé por qué. A lo mejor es porque me intimidas. Y con ese pensamiento he entrado en el baño y me he puesto a mear. Me he imaginado que justo en ese momento el hombre entraba y me apuñalaba en un ataque de ira contra una sociedad que probablemente le esté dejando sin oxígeno. Esas cosas tiene que poder pasar. Y como tienen que poder pasar así me lo he imaginado. Y así me he imaginado que nuestro momento se convertía en una verdadera tragedia que no se puede colocar en ningún lugar. Éso es una historia para veteranos. Las que tienen un final donde las personas llegan a cerrar a otras personas. Hubiera sido difícil de colocar, pero hubiera sido más fácil de colocar que una historia para principiantes. Las historias para principiantes son las que te mantienen despierto, pensando.  Y aquí estoy.


El chico encontró a la chica sentada en la mesa de una cocina y se acercó a ella, podía ver y sentir entre sus manos los montones de harina, y parte de lo que más tarde hubieran sido croquetas, pegado a su culo y a sus bragas. Con sus manos arrancó su ropa interior y con las babas que caían de su lengua convirtió parte de la harina que quedaba en el borde la mesa en un montón heterogéneo de grumos. Follaron como locos.

jueves, 16 de octubre de 2014

Raquel buscaba un hombre sincero.



Raquel buscaba un hombre sincero. Yo le voy a poner nombre de mujer española. Empezamos mal Raquel. Empezamos con una mentira.

Siente que las palabras caducan en los sobres, por eso las pongo en una pantalla, por eso y porque en el día a día cada vez soy más torpe con mis manos, escribiendo, con mi mala letra, y tocándote, con mi falta de práctica. Pero me guarda un lugar en el universo equivocado de la inmadurez, donde a veces es correcto refugiarse y buscar excusas. La historia de Raquel es muy sencilla. Te prometo que no miento más. Raquel y no más.

Con diez  y ocho años hizo el amor por primera vez con un tipo que luego se acostó con su hermana y ella se lo perdonó. Todo esto me lo contó mientras yo esperaba a que me contara más cosas. Deseando que no se fuera de un colchón que estaba a punto de compartir con otra mujer. Lo siento Raquel, no debería prometer nada. Pero mirándolo de otra forma, es el inicio de un relato corto. El dolor puede y debe durar poco. En el fondo de un corazón con complejo de autoría, te diré: esa mujer podía haber muerto para mí, con su belleza y su noble parecer ante la vida. Pero a menudo compartimos los colchones con quien podemos, no con quien queremos. A veces son cuerpos muertos que dormitan como elefantes enfermos. Su peso nos inclina hacia el insomnio, es imposible que sean nuestros compañeros. Pero por la noche ahí están, ofreciéndonos lo que tienen, que a veces es una torpe sensación de lujuria. Somos actores de nuestros actos de autocomplacencia, pero se nos da bien. No, a ti no, no sabes mentir. No eres como yo.

Raquel me contó que su hermana llegó borracha a las doce y media de la noche. No era España, recuerdo, hay que imaginarse otro país. Su hermana llegó borracha y Raquel no sabía de dónde. Había venido a pasar unos días a su casa y de repente, a las nueve, ya no estaba. La típica hermana que es más mayor, que viene a pasar unos días de vez en cuando al núcleo familiar y cuenta cosas de lo que ocurre fuera, dibujando la vida exterior y valiente que una adolescente todavía no sabe que no quiere vivir. Pero esa vez la hermana viene a la casa, pasa un par de horas y se marcha. Bueno, Raquel piensa que volverá pronto, que vendrá y hablará con ella, y hablará de otros hombres. Pero vuelve borracha, como he dicho, y lo primero que hace es sentarse en su cama y cerrar los ojos. Raquel entra en su habitación y se sienta a su lado. La mira. Venga, piensa Raquel, abre la boca, habla, habla por favor, hermana, mi hermana, cuéntame cosas. Y la hermana abre la boca, poco a poco, y de pronto emite un sonido, un sonido débil, como una música, como una música que llevara un tiempo sonando en su cabeza, como recordando un lugar donde probablemente sonaba.

He besado su cuerpo, sus axilas, y su boca, sus manos y sus pies. Nos hemos divertido porque pensaba que yo no era capaz de sentarme en su barriga y masturbarme con su ombligo. Pero lo he hecho, y hemos descubierto que a diez centímetros de su pene la vida puede ser más divertida si la penetración se convierte en un juego de penetración imposible. Y ahí estaba yo, encima de su oso, que abría la boca, sus fauces, en el centro de su ombligo, y yo abierta sobre ellas, babeando el tatuaje. Babeando el tatuaje del oso, pensó Raquel. Intentó descifrar. Tatuaje de oso, tatuaje de un oso que abre la boca y es el ombligo. Mi hermana había estado sentada encima de ese ombligo, y yo que pensaba, me dijo, y yo que pensaba que solo podía mirarlo. Que no había para ese oso otra función que la decorativa. Pero mi hermana sintió las fauces de ese oso en sus entrañas.


Adiviné lo que quería decir Raquel a la primera de cambio. La historia del oso y todo eso. Tú buscas un hombre sincero y yo busco una mujer como tú, que sea capaz de decir las cosas aunque les cueste una mentira, una historia inventada. Tu oso es una mano que busca otra forma de tocarte mientras el cielo se cubre de humo gris y materia pornográfica inservible y poco práctica. Que sí, que yo me alimento de ella, pero no es para estar aquí. Probablemente lo que haga falta sea que no te vayas tú de ese colchón, que la echemos a ella y nos sentemos desnudos frente a una verdad que puede ser curiosa. La verdad del aprendizaje. Yo me siento sobre tu rostro, o tú sobre el mío, a diez centímetros de tu sexo, o a veinte centímetros de la penetración imposible. En un lugar donde haya una pausa técnica, una concentración de incapacidad, un aprendizaje infinito, un orgasmo elástico e indisoluble. Que se vaya del colchón Raquel, que se vaya y te cambio de nombre.

lunes, 7 de abril de 2014

8 de abril


Cuatro vasos en la cocina. Una silla con dos trapos colgando del respaldo. Siete ventanas en toda la casa. Cuatro pisos. Doscientos sesenta y dos peldaños. Doce vecinos. Tres guitarras. Cinco ceniceros. Una cama. Un gato. Una noche sin ganas de dormir. Un libro poco interesante. Unos pies que salen de la cama. Un día cualquiera. Un ocho de abril.

El primero fue entre cuatro paredes estrechas que eran un ascensor en algún lugar de Chamberí. Mis manos buscaban entre sueños de elevación un lugar donde resguardarse durante tres minutos. Nuestros cuerpos subían y mis manos bajaban. Entre mis recuerdos un hombre mayor que subió en el tercero, pero ya era tarde para retirarse. Tú chocabas contra su cadera mientras él se masturbaba de espaldas, discreto. Y el primer beso fue un desastre completo. No tuve más ganas de verte, ni tú de que llegáramos al quinto piso, porque entre medias ya habíamos volado todo.

El segundo fue entre bailes de máscaras y niños cantando. Éramos ejemplo de amor futuro. Mientras ellos se miraban nosotros nos sentábamos de espaldas, como si el pasado que representaban sus manos de arcilla no fuera con nosotros. Una ración de realidad en sus gritos que aprovechamos para besarnos, como si sólo el presente que había entre ellos, el pasado, y nosotros, el futuro, tuviera un estricto sentido de coherencia interespacial. El segundo fue un bonito beso, porque fue un beso entre astronautas cotidianos.

El tercero ocurrió en un mercado de barrio. Bolsas de plástico llenas de carne, pescado, cebolla, tomate. Hombres y mujeres que trataban de ser más listos con la comida que se llevaban a la boca que con la vida que se metían por el culo. Olor a animal muerto y jabón, a fluorescente gris, luz subterránea de medida gratitud hacia los clientes. Un bar con cuatro sillas vacías. Un carnicero que se insultaba con un frutero ecuatoriano sin perder la compostura y el buen humor. Una cerveza oculta entre el trasiego de la voluntad humana de alimentarse. Nosotros casi estábamos de pie cuando buscábamos el tercer beso. En realidad fue un día como cualquier otro. Un pie sobre la banqueta, otro en el suelo, y una mano en tu cara. Que te acerques, pensaba yo. Ya va siendo hora de que llegue el tercero. Y llegó.

El cuarto ocurrió de madrugada. Una llamada urgente y poco grata. Estabas parada con el coche en algún lugar entre Alcobendas y San Sebastián de los Reyes. Saliendo de una gasolinera te diste cuenta de que habías echado gasolina en un coche que funcionaba con diesel. Irresistible ven a por mi y allí aparezco yo, a por el cuarto. Egoísta, por supuesto. Mientras te llevaba de vuelta a la gasolinera te pregunté por Ramón. Mañana tiene follón. Y entonces qué hago yo aquí. Tú nada, a por el cuarto. El tipo de la gasolinera nos aconsejó llenar el depósito hasta arriba de diesel y conducir sin miedo. Siete viajes con bidones hasta que el coche estuvo lleno. Me pasaste toallitas desodorantes que llevabas en el coche y me limpié las manos. Después me miraste. Pero por qué no has llamado a Ramón. Y cayó el cuarto.

El quinto por fin fue puro sexo. Te giraste antes de ir al baño para mirarme y entendí que querías que fuera detrás de ti. Así lo hice. Nos metimos juntos y me besaste nada más entrar. Era un baño para minusválidos y había mucho espacio pero por algún motivo nos quedamos de pie. Me bajaste los pantalones y me pediste que me sentara en la taza. Me besaste las piernas y cuando estaba muy dura me masturbaste mirándome a los ojos, lo cual me pareció extraño, un golpe directo a mi conciencia y a mi manera de entender el subtexto de cualquier otra situación que habíamos vivido juntos antes. Te levantaste y nos besamos, porque así era justo, y luego te giraste y me pediste que te follara por detrás. Mientras lo hacía nos mirabas en el espejo, como si fuéramos dos extraños que pueden permitirse este tipo de salidas. Empecé a masturbarte pero me pediste que dejara de hacerlo, y cuando hubo llegado el momento nos quedamos como dos tontos sin saliva entre azulejos blancos. El único lugar donde pudiste limpiarte en el único momento en el que yo sólo quería que estuvieras sucia.

El sexto fue entre amigos. Un lugar de perdón y calma en el campo, lejos de Madrid. Personas sin toga ni martillo que nos miraban con ternura como si fuéramos bebés inocentes. Nos permitimos el lujo de no ser amigos y ser amantes, refugiados en un lugar donde nadie podía saber que estábamos. Luz amarilla en el cielo y una alberca donde te bañaste con otras mujeres que también iban desnudas. Yo estaba tumbado sobre un césped irregular y mi toalla de Peñíscola. Las caricias iban y venían y los humanos respiraban tranquilos mientras una nube de mosquitos amenazaba con joder la noche, pero mientras hubiera luz, había posibilidades de escapar. Olor a huerta, a tierra, a fresas y a espárragos en tu piel cuando te acercaste para contarme que habías descubierto una antigua trinchera de la Guerra Civil. Hablamos de libros y de historias y después vino el sexto como un cuenta gotas mientras yo contaba una historia sobre el nuevo continente. Fue el sexto pero por primera vez fue un beso que interrumpió algo.

El séptimo precedió un adiós. Ya era suficiente. Ya no había progreso. Ya no había amor. No había oportunidades de estar solos ni valor para buscarlas, porque era demasiado difícil enterrar lo previamente edificado, como si nuestros sentimientos fueran gigantes con manos de hierro que habían planeado toscas viviendas estructuradas entorno a castillos, montañas, ríos… El séptimo en realidad fue un regalo por tu parte. Mis brazos estaban muertos y mis piernas enfiladas en dirección contraria. Regalado digo. Un tirón en mitad de la carretera y vuelta al pasado. Una última disertación que luego resultó infinita. Me besaste porque mi lengua tenía ese último verso de poeta chileno desgastado, porque en mi saliva había sabor a razón. Me besaste porque sólo habíamos olido una vez nuestros cuerpos y habíamos malgastado nuestra oportunidad de estar desnudos. Fue en la calle Sevilla, y el viento nos volvió más vulnerables a la separación física, como si nuestras piernas, desobedientes, se vieran empujadas por la continuidad de la presión atmosférica. 

El octavo es uno que no ha ocurrido, que no es real. El octavo es uno que me voy a inventar. El octavo es uno que voy a tratar de iluminar contra mi luz, para verlo encendido sobre un círculo blanco. El octavo es una fotografía que siempre se repite por la tarde, cuando cae el sol. El octavo es una habitación con puerta al mar, al sol, al bosque. El octavo es un encuentro imposible. El octavo es un niño que corre con la imaginación mientras su cara se pega al cristal del coche, en invierno, volviendo de algún lado donde deja atrás su infancia y se convierte en un hombre que quiere querer. El octavo es un caballero que se baja del caballo y camina apretando las botas contra la tierra. El octavo es una mujer que me pide que arranque su bello púbico. El octavo es sexo en mis ojos, que no respiran a la par que el resto de mis poros y no encuentran un lugar donde posarse. El octavo son mis manos en mi cuerpo imaginando que son tus manos en el tuyo. El octavo es un adolescente que se masturba con una almohada entre las piernas. El octavo es un trozo de cartón con un mensaje escrito con tiza blanca. Desde la playa con amor. El octavo es una ilusión, una ilusión de hoy. Es verdad que hay algo de tristeza en el octavo, pero puedo defenderme de ella con una herramienta de jardín. Hay a mi alrededor una muralla que se defiende del octavo y que llega hasta los centros comerciales, hasta los supermercados e incluso hasta los colegios. Corremos en todas direcciones porque el octavo es doloroso. El octavo es la recuperación de la conciencia del yo más puro. Sobre mi soledad construyo el octavo. Sobre mi soledad y sobre la ilusión de encontrarme contigo. El octavo es nuestro enemigo. El último monstruo, la última batalla. Sobre el octavo se escribirán libros con testimonios del dolor. Al octavo lo tengo condenado. Condenado a mirarnos mientras hacemos el amor por primera vez.


martes, 1 de abril de 2014

El sentido perfecto para mi



Una camiseta blanca con un mono dibujado. Cortada desde las axilas hasta casi la cintura. Abierta para que pueda ver lo que hay debajo, casi como escurriéndose a la vista. Algo que se mueve bajo la tela y que quiero y no quiero ver. Aquí estoy yo, con el sol, la casa sucia y desornada, el viento que entra por la ventana, el sonido de algún autobús y una pared blanca con un pequeño dibujo colgado con chinchetas en una posición en la que a lo mejor no debería estar.
Aspiro profundamente. Huele a café y a una cocina que lleva un tiempo sin limpiarse. Mi culo desnudo se apoya sobre la funda roída de un sofá antiguo. Echo un vistazo a la parte derecha del sofá, que se ha separado veinte centímetros de la pared. Y la mesa que hay delante del sofá, que no está en su sitio. ¿Pero tuvo su sitio alguna vez? Hay un cenicero lleno hasta arriba sobre esa mesa, y un paquete de tabaco que abro y uso para liarme un cigarro. Me lo enciendo. Si lo viera Laura, pienso. Si lo viera ella ese cenicero no duraría ni un segundo sobre la mesa. Tengo los pies fríos por el suelo de baldosa. Suelo de hospital para una casa que es de todo menos hospitalaria. Ella vuelve con un par de tazas que tienen toda la pinta de haber sido recicladas sin lavarse primero, pero cojo la mía y la apoyo en los labios. Intento olerlo todo, porque cada olor es nuevo para mi. Ella se sienta a mi lado y no dice nada. ¿Dónde ha quedado nuestra intimidad? Escondida debajo de esa camiseta que lo enseña todo y no enseña nada. No tengo exactamente a dónde volver, aunque hoy sea miércoles. No tengo exactamente nada qué hacer. Creo que ella tampoco. Vaya par de idiotas. Cierro los ojos y me imagino a Laura en la oficina. Haciendo cosas de provecho, como llamar a clientes, o aconsejar a algún inversor donde poner su dinero. La miro a ella. Pero qué coño vamos a hacer tú y yo más que morirnos de hambre. No, ella tampoco es la solución. El problema es que Laura ya no es nada para mí. Después de tantos años, es curioso. Aquí estoy. Sentado, aburrido, pero tranquilo. Y cada olor me corresponde porque pertenece al momento. Son nuevos, son susceptibles de registro, de análisis y de reconocimiento. Así que dejo el café encima de la mesa y trato de percibir la temperatura ambiente. Es buena. No hace calor pero tampoco frío. La verdad es que el sol inunda la habitación, es una casa luminosa. Las paredes vacías ayudan a que todo se llene de blanco. Miro sus piernas para comprobar si ella siente lo mismo que yo. Su piel desnuda no muestra síntomas de tener frío, así que la miro a los ojos, porque no puedo hacer otra cosa. Eres la primera mujer que beso después de cuatro con Laura, pero no se lo digo. Creo que ella me entiende. Lo de ayer fue raro, no sabía como tocarla, no sabíamos lo que queríamos. Le pido un reconocimiento, sin pedírselo. Le levanto la camiseta del mono y la observo desnuda. Ella se ríe. Lleva unas bragas blancas que le quedan grandes, no sé si por el uso o por que a lo mejor no son suyas. Empujo un poco más la mesa para hacerme hueco y me arrodillo en el suelo, frente a ella. No sé si esto le parecerá raro, voy a esperar a ver si dice algo. Apoyo mi cabeza sobre sus piernas y empiezo a oler. Huelo sus rodillas, sus gemelos, sus pies, sus muslos. Meto mi nariz entre sus piernas, y eso le debe parecer bien, porque las abre. Le quito las bragas y huelo su ombligo. Dejo que el olor que sube entre sus piernas tarde en llegar a mi cara y miro sus pechos. El sol ilumina directo su pecho derecho, que hace sombra sobre el izquierdo. En los pezones se dibujan dos arcos de luz. Huelo su cuello, que todavía huele a mi saliva, y la invito a abrir la boca abriendo yo la mía, pero no la beso, sino que meto mi nariz en ella y huele a café y a saliva. Ella me chupa la cara como si estuviera acostumbrada a hacerlo, y eso me recuerda que estoy en un lugar muy distinto.

Su pelo grasiento se revuelve entre mis manos, que luego me llevo a la nariz, para compararlas con lo que vendrá después. Ella es una mujer que nunca podrá formar parte de mi vida como lo hizo Laura. No bajaremos al parque con mi sobrino Héctor. No compraremos tomates ni nos pelearemos por quién hace las ensaladas. No disfrutaré escuchando a su abuelo, ni trataré de entender a su madre, para entenderla a ella. No viajaremos juntos con billetes pagados por su padre, que trabaja en Iberia, ni ahorraremos juntos para cambiar la lavadora, porque la que tenemos no lava bien. No cenaremos juntos, en silencio, o escuchando de cada uno alguna anécdota banal. Nunca le preguntaré qué ha hecho, o de dónde viene. No querré saber cuántos hombres han pasado por esta habitación luminosa. Ella es una mujer que ocupa el tiempo justo, como ese pequeño dibujo, clavado con chinchetas, ocupa el espacio justo. Nunca abrirá hueco para nada más, pero el sol ilumina su cuerpo esta mañana y yo estoy delante. Y su olor, un olor sucio y sexual, me penetra hasta las entrañas como recordándome… en realidad quieres estar solo por esto.