lunes, 7 de abril de 2014

8 de abril


Cuatro vasos en la cocina. Una silla con dos trapos colgando del respaldo. Siete ventanas en toda la casa. Cuatro pisos. Doscientos sesenta y dos peldaños. Doce vecinos. Tres guitarras. Cinco ceniceros. Una cama. Un gato. Una noche sin ganas de dormir. Un libro poco interesante. Unos pies que salen de la cama. Un día cualquiera. Un ocho de abril.

El primero fue entre cuatro paredes estrechas que eran un ascensor en algún lugar de Chamberí. Mis manos buscaban entre sueños de elevación un lugar donde resguardarse durante tres minutos. Nuestros cuerpos subían y mis manos bajaban. Entre mis recuerdos un hombre mayor que subió en el tercero, pero ya era tarde para retirarse. Tú chocabas contra su cadera mientras él se masturbaba de espaldas, discreto. Y el primer beso fue un desastre completo. No tuve más ganas de verte, ni tú de que llegáramos al quinto piso, porque entre medias ya habíamos volado todo.

El segundo fue entre bailes de máscaras y niños cantando. Éramos ejemplo de amor futuro. Mientras ellos se miraban nosotros nos sentábamos de espaldas, como si el pasado que representaban sus manos de arcilla no fuera con nosotros. Una ración de realidad en sus gritos que aprovechamos para besarnos, como si sólo el presente que había entre ellos, el pasado, y nosotros, el futuro, tuviera un estricto sentido de coherencia interespacial. El segundo fue un bonito beso, porque fue un beso entre astronautas cotidianos.

El tercero ocurrió en un mercado de barrio. Bolsas de plástico llenas de carne, pescado, cebolla, tomate. Hombres y mujeres que trataban de ser más listos con la comida que se llevaban a la boca que con la vida que se metían por el culo. Olor a animal muerto y jabón, a fluorescente gris, luz subterránea de medida gratitud hacia los clientes. Un bar con cuatro sillas vacías. Un carnicero que se insultaba con un frutero ecuatoriano sin perder la compostura y el buen humor. Una cerveza oculta entre el trasiego de la voluntad humana de alimentarse. Nosotros casi estábamos de pie cuando buscábamos el tercer beso. En realidad fue un día como cualquier otro. Un pie sobre la banqueta, otro en el suelo, y una mano en tu cara. Que te acerques, pensaba yo. Ya va siendo hora de que llegue el tercero. Y llegó.

El cuarto ocurrió de madrugada. Una llamada urgente y poco grata. Estabas parada con el coche en algún lugar entre Alcobendas y San Sebastián de los Reyes. Saliendo de una gasolinera te diste cuenta de que habías echado gasolina en un coche que funcionaba con diesel. Irresistible ven a por mi y allí aparezco yo, a por el cuarto. Egoísta, por supuesto. Mientras te llevaba de vuelta a la gasolinera te pregunté por Ramón. Mañana tiene follón. Y entonces qué hago yo aquí. Tú nada, a por el cuarto. El tipo de la gasolinera nos aconsejó llenar el depósito hasta arriba de diesel y conducir sin miedo. Siete viajes con bidones hasta que el coche estuvo lleno. Me pasaste toallitas desodorantes que llevabas en el coche y me limpié las manos. Después me miraste. Pero por qué no has llamado a Ramón. Y cayó el cuarto.

El quinto por fin fue puro sexo. Te giraste antes de ir al baño para mirarme y entendí que querías que fuera detrás de ti. Así lo hice. Nos metimos juntos y me besaste nada más entrar. Era un baño para minusválidos y había mucho espacio pero por algún motivo nos quedamos de pie. Me bajaste los pantalones y me pediste que me sentara en la taza. Me besaste las piernas y cuando estaba muy dura me masturbaste mirándome a los ojos, lo cual me pareció extraño, un golpe directo a mi conciencia y a mi manera de entender el subtexto de cualquier otra situación que habíamos vivido juntos antes. Te levantaste y nos besamos, porque así era justo, y luego te giraste y me pediste que te follara por detrás. Mientras lo hacía nos mirabas en el espejo, como si fuéramos dos extraños que pueden permitirse este tipo de salidas. Empecé a masturbarte pero me pediste que dejara de hacerlo, y cuando hubo llegado el momento nos quedamos como dos tontos sin saliva entre azulejos blancos. El único lugar donde pudiste limpiarte en el único momento en el que yo sólo quería que estuvieras sucia.

El sexto fue entre amigos. Un lugar de perdón y calma en el campo, lejos de Madrid. Personas sin toga ni martillo que nos miraban con ternura como si fuéramos bebés inocentes. Nos permitimos el lujo de no ser amigos y ser amantes, refugiados en un lugar donde nadie podía saber que estábamos. Luz amarilla en el cielo y una alberca donde te bañaste con otras mujeres que también iban desnudas. Yo estaba tumbado sobre un césped irregular y mi toalla de Peñíscola. Las caricias iban y venían y los humanos respiraban tranquilos mientras una nube de mosquitos amenazaba con joder la noche, pero mientras hubiera luz, había posibilidades de escapar. Olor a huerta, a tierra, a fresas y a espárragos en tu piel cuando te acercaste para contarme que habías descubierto una antigua trinchera de la Guerra Civil. Hablamos de libros y de historias y después vino el sexto como un cuenta gotas mientras yo contaba una historia sobre el nuevo continente. Fue el sexto pero por primera vez fue un beso que interrumpió algo.

El séptimo precedió un adiós. Ya era suficiente. Ya no había progreso. Ya no había amor. No había oportunidades de estar solos ni valor para buscarlas, porque era demasiado difícil enterrar lo previamente edificado, como si nuestros sentimientos fueran gigantes con manos de hierro que habían planeado toscas viviendas estructuradas entorno a castillos, montañas, ríos… El séptimo en realidad fue un regalo por tu parte. Mis brazos estaban muertos y mis piernas enfiladas en dirección contraria. Regalado digo. Un tirón en mitad de la carretera y vuelta al pasado. Una última disertación que luego resultó infinita. Me besaste porque mi lengua tenía ese último verso de poeta chileno desgastado, porque en mi saliva había sabor a razón. Me besaste porque sólo habíamos olido una vez nuestros cuerpos y habíamos malgastado nuestra oportunidad de estar desnudos. Fue en la calle Sevilla, y el viento nos volvió más vulnerables a la separación física, como si nuestras piernas, desobedientes, se vieran empujadas por la continuidad de la presión atmosférica. 

El octavo es uno que no ha ocurrido, que no es real. El octavo es uno que me voy a inventar. El octavo es uno que voy a tratar de iluminar contra mi luz, para verlo encendido sobre un círculo blanco. El octavo es una fotografía que siempre se repite por la tarde, cuando cae el sol. El octavo es una habitación con puerta al mar, al sol, al bosque. El octavo es un encuentro imposible. El octavo es un niño que corre con la imaginación mientras su cara se pega al cristal del coche, en invierno, volviendo de algún lado donde deja atrás su infancia y se convierte en un hombre que quiere querer. El octavo es un caballero que se baja del caballo y camina apretando las botas contra la tierra. El octavo es una mujer que me pide que arranque su bello púbico. El octavo es sexo en mis ojos, que no respiran a la par que el resto de mis poros y no encuentran un lugar donde posarse. El octavo son mis manos en mi cuerpo imaginando que son tus manos en el tuyo. El octavo es un adolescente que se masturba con una almohada entre las piernas. El octavo es un trozo de cartón con un mensaje escrito con tiza blanca. Desde la playa con amor. El octavo es una ilusión, una ilusión de hoy. Es verdad que hay algo de tristeza en el octavo, pero puedo defenderme de ella con una herramienta de jardín. Hay a mi alrededor una muralla que se defiende del octavo y que llega hasta los centros comerciales, hasta los supermercados e incluso hasta los colegios. Corremos en todas direcciones porque el octavo es doloroso. El octavo es la recuperación de la conciencia del yo más puro. Sobre mi soledad construyo el octavo. Sobre mi soledad y sobre la ilusión de encontrarme contigo. El octavo es nuestro enemigo. El último monstruo, la última batalla. Sobre el octavo se escribirán libros con testimonios del dolor. Al octavo lo tengo condenado. Condenado a mirarnos mientras hacemos el amor por primera vez.


martes, 1 de abril de 2014

El sentido perfecto para mi



Una camiseta blanca con un mono dibujado. Cortada desde las axilas hasta casi la cintura. Abierta para que pueda ver lo que hay debajo, casi como escurriéndose a la vista. Algo que se mueve bajo la tela y que quiero y no quiero ver. Aquí estoy yo, con el sol, la casa sucia y desornada, el viento que entra por la ventana, el sonido de algún autobús y una pared blanca con un pequeño dibujo colgado con chinchetas en una posición en la que a lo mejor no debería estar.
Aspiro profundamente. Huele a café y a una cocina que lleva un tiempo sin limpiarse. Mi culo desnudo se apoya sobre la funda roída de un sofá antiguo. Echo un vistazo a la parte derecha del sofá, que se ha separado veinte centímetros de la pared. Y la mesa que hay delante del sofá, que no está en su sitio. ¿Pero tuvo su sitio alguna vez? Hay un cenicero lleno hasta arriba sobre esa mesa, y un paquete de tabaco que abro y uso para liarme un cigarro. Me lo enciendo. Si lo viera Laura, pienso. Si lo viera ella ese cenicero no duraría ni un segundo sobre la mesa. Tengo los pies fríos por el suelo de baldosa. Suelo de hospital para una casa que es de todo menos hospitalaria. Ella vuelve con un par de tazas que tienen toda la pinta de haber sido recicladas sin lavarse primero, pero cojo la mía y la apoyo en los labios. Intento olerlo todo, porque cada olor es nuevo para mi. Ella se sienta a mi lado y no dice nada. ¿Dónde ha quedado nuestra intimidad? Escondida debajo de esa camiseta que lo enseña todo y no enseña nada. No tengo exactamente a dónde volver, aunque hoy sea miércoles. No tengo exactamente nada qué hacer. Creo que ella tampoco. Vaya par de idiotas. Cierro los ojos y me imagino a Laura en la oficina. Haciendo cosas de provecho, como llamar a clientes, o aconsejar a algún inversor donde poner su dinero. La miro a ella. Pero qué coño vamos a hacer tú y yo más que morirnos de hambre. No, ella tampoco es la solución. El problema es que Laura ya no es nada para mí. Después de tantos años, es curioso. Aquí estoy. Sentado, aburrido, pero tranquilo. Y cada olor me corresponde porque pertenece al momento. Son nuevos, son susceptibles de registro, de análisis y de reconocimiento. Así que dejo el café encima de la mesa y trato de percibir la temperatura ambiente. Es buena. No hace calor pero tampoco frío. La verdad es que el sol inunda la habitación, es una casa luminosa. Las paredes vacías ayudan a que todo se llene de blanco. Miro sus piernas para comprobar si ella siente lo mismo que yo. Su piel desnuda no muestra síntomas de tener frío, así que la miro a los ojos, porque no puedo hacer otra cosa. Eres la primera mujer que beso después de cuatro con Laura, pero no se lo digo. Creo que ella me entiende. Lo de ayer fue raro, no sabía como tocarla, no sabíamos lo que queríamos. Le pido un reconocimiento, sin pedírselo. Le levanto la camiseta del mono y la observo desnuda. Ella se ríe. Lleva unas bragas blancas que le quedan grandes, no sé si por el uso o por que a lo mejor no son suyas. Empujo un poco más la mesa para hacerme hueco y me arrodillo en el suelo, frente a ella. No sé si esto le parecerá raro, voy a esperar a ver si dice algo. Apoyo mi cabeza sobre sus piernas y empiezo a oler. Huelo sus rodillas, sus gemelos, sus pies, sus muslos. Meto mi nariz entre sus piernas, y eso le debe parecer bien, porque las abre. Le quito las bragas y huelo su ombligo. Dejo que el olor que sube entre sus piernas tarde en llegar a mi cara y miro sus pechos. El sol ilumina directo su pecho derecho, que hace sombra sobre el izquierdo. En los pezones se dibujan dos arcos de luz. Huelo su cuello, que todavía huele a mi saliva, y la invito a abrir la boca abriendo yo la mía, pero no la beso, sino que meto mi nariz en ella y huele a café y a saliva. Ella me chupa la cara como si estuviera acostumbrada a hacerlo, y eso me recuerda que estoy en un lugar muy distinto.

Su pelo grasiento se revuelve entre mis manos, que luego me llevo a la nariz, para compararlas con lo que vendrá después. Ella es una mujer que nunca podrá formar parte de mi vida como lo hizo Laura. No bajaremos al parque con mi sobrino Héctor. No compraremos tomates ni nos pelearemos por quién hace las ensaladas. No disfrutaré escuchando a su abuelo, ni trataré de entender a su madre, para entenderla a ella. No viajaremos juntos con billetes pagados por su padre, que trabaja en Iberia, ni ahorraremos juntos para cambiar la lavadora, porque la que tenemos no lava bien. No cenaremos juntos, en silencio, o escuchando de cada uno alguna anécdota banal. Nunca le preguntaré qué ha hecho, o de dónde viene. No querré saber cuántos hombres han pasado por esta habitación luminosa. Ella es una mujer que ocupa el tiempo justo, como ese pequeño dibujo, clavado con chinchetas, ocupa el espacio justo. Nunca abrirá hueco para nada más, pero el sol ilumina su cuerpo esta mañana y yo estoy delante. Y su olor, un olor sucio y sexual, me penetra hasta las entrañas como recordándome… en realidad quieres estar solo por esto.