Cuatro vasos en
la cocina. Una silla con dos trapos colgando del respaldo. Siete ventanas en
toda la casa. Cuatro pisos. Doscientos sesenta y dos peldaños. Doce vecinos.
Tres guitarras. Cinco ceniceros. Una cama. Un gato. Una noche sin ganas de
dormir. Un libro poco interesante. Unos pies que salen de la cama. Un día
cualquiera. Un ocho de abril.
El primero fue
entre cuatro paredes estrechas que eran un ascensor en algún lugar de Chamberí.
Mis manos buscaban entre sueños de elevación un lugar donde resguardarse
durante tres minutos. Nuestros cuerpos subían y mis manos bajaban. Entre mis
recuerdos un hombre mayor que subió en el tercero, pero ya era tarde para
retirarse. Tú chocabas contra su cadera mientras él se masturbaba de espaldas,
discreto. Y el primer beso fue un desastre completo. No tuve más ganas de
verte, ni tú de que llegáramos al quinto piso, porque entre medias ya habíamos
volado todo.
El segundo fue
entre bailes de máscaras y niños cantando. Éramos ejemplo de amor futuro.
Mientras ellos se miraban nosotros nos sentábamos de espaldas, como si el
pasado que representaban sus manos de arcilla no fuera con nosotros. Una ración
de realidad en sus gritos que aprovechamos para besarnos, como si sólo el
presente que había entre ellos, el pasado, y nosotros, el futuro, tuviera un
estricto sentido de coherencia interespacial. El segundo fue un bonito beso,
porque fue un beso entre astronautas cotidianos.
El tercero
ocurrió en un mercado de barrio. Bolsas de plástico llenas de carne, pescado,
cebolla, tomate. Hombres y mujeres que trataban de ser más listos con la comida
que se llevaban a la boca que con la vida que se metían por el culo. Olor a
animal muerto y jabón, a fluorescente gris, luz subterránea de medida gratitud
hacia los clientes. Un bar con cuatro sillas vacías. Un carnicero que se
insultaba con un frutero ecuatoriano sin perder la compostura y el buen humor.
Una cerveza oculta entre el trasiego de la voluntad humana de alimentarse.
Nosotros casi estábamos de pie cuando buscábamos el tercer beso. En realidad
fue un día como cualquier otro. Un pie sobre la banqueta, otro en el suelo, y
una mano en tu cara. Que te acerques, pensaba yo. Ya va siendo hora de que
llegue el tercero. Y llegó.
El cuarto
ocurrió de madrugada. Una llamada urgente y poco grata. Estabas parada con el coche en algún lugar entre Alcobendas y San Sebastián de los Reyes. Saliendo
de una gasolinera te diste cuenta de que habías echado gasolina en un coche que
funcionaba con diesel. Irresistible ven a por mi y allí aparezco yo, a por el
cuarto. Egoísta, por supuesto. Mientras te llevaba de vuelta a la gasolinera te
pregunté por Ramón. Mañana tiene follón. Y entonces qué hago yo aquí. Tú nada,
a por el cuarto. El tipo de la gasolinera nos aconsejó llenar el depósito hasta
arriba de diesel y conducir sin miedo. Siete viajes con bidones hasta que el
coche estuvo lleno. Me pasaste toallitas desodorantes que llevabas en el coche
y me limpié las manos. Después me miraste. Pero por qué no has llamado a Ramón. Y
cayó el cuarto.
El quinto por
fin fue puro sexo. Te giraste antes de ir al baño para mirarme y entendí que querías que
fuera detrás de ti. Así lo hice. Nos metimos juntos y me besaste nada más
entrar. Era un baño para minusválidos y había mucho espacio pero por algún
motivo nos quedamos de pie. Me bajaste los pantalones y me pediste que me
sentara en la taza. Me besaste las piernas y cuando estaba muy dura me
masturbaste mirándome a los ojos, lo cual me pareció extraño, un golpe directo
a mi conciencia y a mi manera de entender el subtexto de cualquier otra
situación que habíamos vivido juntos antes. Te levantaste y nos besamos, porque
así era justo, y luego te giraste y me pediste que te follara por detrás.
Mientras lo hacía nos mirabas en el espejo, como si fuéramos dos extraños que
pueden permitirse este tipo de salidas. Empecé a masturbarte pero me pediste que
dejara de hacerlo, y cuando hubo llegado el momento nos quedamos como dos
tontos sin saliva entre azulejos blancos. El único lugar donde pudiste
limpiarte en el único momento en el que yo sólo quería que estuvieras sucia.
El sexto fue
entre amigos. Un lugar de perdón y calma en el campo, lejos de Madrid. Personas
sin toga ni martillo que nos miraban con ternura como si fuéramos bebés
inocentes. Nos permitimos el lujo de no ser amigos y ser amantes, refugiados en
un lugar donde nadie podía saber que estábamos. Luz amarilla en el cielo y una
alberca donde te bañaste con otras mujeres que también iban desnudas. Yo estaba
tumbado sobre un césped irregular y mi toalla de Peñíscola. Las caricias iban y
venían y los humanos respiraban tranquilos mientras una nube de mosquitos
amenazaba con joder la noche, pero mientras hubiera luz, había posibilidades de
escapar. Olor a huerta, a tierra, a fresas y a espárragos en tu piel cuando te
acercaste para contarme que habías descubierto una antigua trinchera de la Guerra Civil. Hablamos de libros y de historias y después vino el sexto como un
cuenta gotas mientras yo contaba una historia sobre el nuevo continente. Fue el
sexto pero por primera vez fue un beso que interrumpió algo.
El séptimo precedió un adiós. Ya era suficiente. Ya no había progreso. Ya no había amor.
No había oportunidades de estar solos ni valor para buscarlas, porque era
demasiado difícil enterrar lo previamente edificado, como si nuestros
sentimientos fueran gigantes con manos de hierro que habían planeado toscas
viviendas estructuradas entorno a castillos, montañas, ríos… El séptimo en
realidad fue un regalo por tu parte. Mis brazos estaban muertos y mis piernas
enfiladas en dirección contraria. Regalado digo. Un tirón en mitad de la
carretera y vuelta al pasado. Una última disertación que luego resultó infinita.
Me besaste porque mi lengua tenía ese último verso de poeta chileno desgastado,
porque en mi saliva había sabor a razón. Me besaste porque sólo habíamos olido
una vez nuestros cuerpos y habíamos malgastado nuestra oportunidad de estar
desnudos. Fue en la calle Sevilla, y el viento nos volvió más vulnerables a la
separación física, como si nuestras piernas, desobedientes, se vieran empujadas
por la continuidad de la presión atmosférica.
El octavo es uno
que no ha ocurrido, que no es real. El octavo es uno que me voy a inventar. El
octavo es uno que voy a tratar de iluminar contra mi luz, para verlo encendido
sobre un círculo blanco. El octavo es una fotografía que siempre se repite por
la tarde, cuando cae el sol. El octavo es una habitación con puerta al mar, al
sol, al bosque. El octavo es un encuentro imposible. El octavo es un niño que
corre con la imaginación mientras su cara se pega al cristal del coche, en
invierno, volviendo de algún lado donde deja atrás su infancia y se convierte
en un hombre que quiere querer. El octavo es un caballero que se baja del
caballo y camina apretando las botas contra la tierra. El octavo es una mujer
que me pide que arranque su bello púbico. El octavo es sexo en mis ojos, que no
respiran a la par que el resto de mis poros y no encuentran un lugar donde
posarse. El octavo son mis manos en mi cuerpo imaginando que son tus manos en el
tuyo. El octavo es un adolescente que se masturba con una almohada entre las
piernas. El octavo es un trozo de cartón con un mensaje escrito con tiza
blanca. Desde la playa con amor. El octavo es una ilusión, una ilusión de hoy.
Es verdad que hay algo de tristeza en el octavo, pero puedo defenderme de ella
con una herramienta de jardín. Hay a mi alrededor una muralla que se defiende
del octavo y que llega hasta los centros comerciales, hasta los supermercados e
incluso hasta los colegios. Corremos en todas direcciones porque el octavo es
doloroso. El octavo es la recuperación de la conciencia del yo más puro. Sobre
mi soledad construyo el octavo. Sobre mi soledad y sobre la ilusión de
encontrarme contigo. El octavo es nuestro enemigo. El último monstruo, la
última batalla. Sobre el octavo se escribirán libros con testimonios del dolor.
Al octavo lo tengo condenado. Condenado a mirarnos mientras hacemos el amor por
primera vez.