lunes, 2 de noviembre de 2015

La máquina del sueño que tuvo Rosa


Quiero transmitirte un bello mensaje. Quiero que mis palabras encuentren tu destino imborrable, que sobre la soledad del mundo se erija un sueño de consolación eterno. Me gusta conseguir que una enumeración muera en la segunda línea para transformarse en un relato. No creo en conseguir cosas difíciles, por eso construyo un muro de protección ante la adversidad, por eso muero enrocado en una sutil demostración de inteligencia plagiadora, que es como la de verdad pero más perversa en su inutilidad.

Me encuentro sumido en un estado de recuperación paliativa cuando entra Rosa por la puerta. Lleva una bolsa blanca con comida y hace ruido al andar porque una de sus sandalias anda rota y va golpeando el suelo como si diera bofetadas a las baldosas. Aún parece resentida después de mi última demostración de estupidez. De estupidez porque me pareció mal que Rosa soñara con el carnicero, y estuvimos hablando de ese hecho el lunes, y desde el lunes aún no me he recuperado del ataque de celos. Y yo me pregunto si algún hombre sería capaz.

Voy a contar el sueño de Rosa. Rosa sueña que se levanta un día, se pone un pantalón de chándal marrón que heredó de un primo pequeño, se calza unas deportivas blancas, se pone una camiseta sin el sujetador debajo, y baja para comprar un kilo de carne picada. Con esa actitud de pulcritud cotidiana baja a la calle directa y molesta porque le hubiera gustado no tener que salir de casa en todo el día, pero lo hace porque quiere hacer albóndigas. En su sueño. En la vida real no sabe hacer albóndigas. Entra en la carnicería y se encuentra con un lugar completamente distinto al habitual. Para empezar, es incapaz de ver lo que hay dentro porque una inmensa nube de humo artificial lo inunda todo a cámara lenta como si se tratara del plató de una gala de Navidad. Rosa camina buscando con la mirada el mostrador de carne y al carnicero, pero es incapaz. Luces rojas y azules se mueven por la estancia como indicando que hay espacio para seguir moviéndose sin estrellarse contra una pared, y así lo hace Rosa, convencida de que pronto terminará con el sin sentido y podrá llevarse su carne picada para hacer albóndigas.

Pero lo que Rosa se encuentra no es un mostrador de carne, sino a varios carniceros desnudos follando con otras mujeres y otros hombres, que también han venido como Rosa a comprar algo de carne. Apenas es capaz de distinguir sus cuerpos entre la neblina, pero parece que están amontonados todos sobre una inmensa tabla para cortar carne. Uno de ellos lleva un guante de rejilla, otro apoya el amenazante filo de un inmenso cuchillo en el cuello de un hombre mientras le penetra analmente. De pronto el dueño de la carnicería se acerca a Rosa y le tiende la mano. Ven, le dice. Rosa le responde que solo venía a por carne picada, el carnicero asiente y la lleva a una esquina donde hay una máquina de triturar carne. El carnicero coge el pie de Rosa y lo mete en la máquina, y entonces Rosa empieza a sentir un cosquilleo tremendamente placentero a medida que la máquina engulle su cuerpo. Como si sus piernas se durmieran a la vez que la yema de un dedo pasara por de encima de ellas. Así lo describió ella.

Y la máquina engulle las piernas de Rosa hasta que de pronto llega a su coño y el éxtasis es descomunal. Rosa grita de placer, como una loca, incapaz de soportar el placer que siente al tiempo que su coño se descompone en la máquina. El carnicero empuja su torso para que la máquina engulla con más violencia, y Rosa se vuelve loca a la vez que pierde la vida, porque siente como si un torbellino de pequeñas explosiones entrara en su cuerpo a través de su coño y reventara sus sentidos hasta elevarlos al cielo. 

Y después se muere, se despierta y me lo cuenta.