jueves, 3 de diciembre de 2015

Mientras Pedro pegaba tiros





Siempre alude a una melodía que disputa inequívocamente dos caminos, el de manchar las sábanas o manchar el vestido. Lleva dos meses trasteando con el destino, con lo que le costó, piensa, separarse de ella. Ayer, por ejemplo, fue uno de esos días. 

Recogió a Pedro en el colegio porque se lo pidió ella. Tenía una clase de piano con un ruso residente en Madrid que le pagaba doscientos cincuenta euros la hora, y el ruso solo podía a las cinco, y a las cinco alguien tenía que recoger al niño. Lo llamó, y él aceptó hacer el favor de buena gana. Le dijo trámelo a las seis, y de cinco a seis él y Pedro merendaron en una cafetería cerca de la casa de ella. Pedro habló del colegio, solo habla del colegio. Pidió un par de regalos para Navidad, regalos que ya estaban comprados porque ella se lo había chivado previamente a él. Disfrutó viendo comer a su hijo unas tortitas con chocolate, a pesar de que estaba un poco gordo. Pero solo un poco, cosas del crecimiento. Él también había sido gordo de niño, y luego campeón de atletismo en el instituto. 

A las seis en punto se levantaron de la mesa y salieron a la calle. A las seis y diez estaban entrando en el portal de su madre, de su exmujer. Pudo cruzarse con el ruso cuando este salió del ascensor, pero tampoco podía asegurar al cien por cien que ese hombre era ruso. Mientras subían en el ascensor le puso la mano a Pedro en la cabeza, un gesto de cariño, y mientras esperaban a que ella abriera la puerta, se imaginó al ruso follando con ella encima del piano. Sin celos, solo un pensamiento más. 

Ella abrió la puerta y estaba radiante, con su olor característico a hogar, a casa, a un perfume que se ha diluido ya dejando la esencia de una piel limpia y humana. Pedro corrió a su cuarto y encendió la videoconsola. Esto le molestaba a él, que su hijo solo pensara en jugar a pegar tiros, pero también la entendía a ella. Era más fácil, y ella necesitaba su tiempo, tiempo que desde luego a él le sobraba desde que se fue de casa. Hablaron un poco. Ella le pidió que le ayudara a bajar un caja de la parte de arriba de un armario. Él aceptó. Ella rechazó que fuera él quien se subiera a la escalera, y lo hizo ella. Él esperó debajo, sujetando la escalera, con su culo a trece centímetros de su cara. Pensó él en trece porque siempre le pareció un número sexual. Ella llevaba una falda larga pero muy fina, como de seda, y se le marcaban las bragas, porque ella no había sido pudorosa nunca para enseñar su cuerpo. Cuando se conocieron ella llevaba a veces una camiseta rota de tirantes, y en verano, la vestía sin sujetador, de tal manera que muchas veces se le salían los pechos sin querer. Aunque eran pequeños, eran hermosos. 

Ella conseguía liberar la caja de otro objeto que la bloqueaba. Él se fijó en sus talones, desgastados, y en unas arrugas finas y rectas que subían desde su tobillo hasta sus gemelos. Y cuando levantó la vista se topó con un olor que reconoció al instante, el olor de su cadera y de sus piernas cuando estaba cansada y llevaba varias horas tocando el piano. Ese olor. Apoyó su nariz en su culo y esperó a la reprimenda, pero no llegó. Ella se quedó quieta durante unos segundos, y luego movió su culo ligeramente hacia la derecha empujando la boca de él y su nariz hacia el centro. Con un mano él subió la falda descubriendo primero sus piernas y luego sus nalgas. Bajó las bragas y se las quitó. Ella se inclinó y él separó las nalgas con los pulgares para meter su lengua. Ella gimió ligeramente. Creo que los dos miraron hacia el pasillo para comprobar que la habitación de Pedro seguía cerrada, y así lo estaba. En cualquier caso, si se abriera, él solo tendría que soltar la falda y sería como si nada. Mientras su nariz se hundía en el culo de ella, su lengua trasteaba con lo demás. Pronto se ayudó de sus mano derecha para masturbarla. Ella se encargó de sujetar el vestido. Cuando ella se corrió él no quería sacar la cabeza, y ella tampoco. Sentía el calor, la humedad, y el olor en toda su cara. Ella sentía que si él se iba de ahí se desplomaría en el suelo. Pero él se fue, y ella no se desplomó. Lo primero que él vio cuando recuperó la luz fue una gota transparente en el peldaño metálico de la escalera, pero no sabía si era su saliva, o era de ella. 


Pedro pegaba tiros en otro mundo.  

No hay comentarios: