miércoles, 24 de agosto de 2016

El recuerdo que vino después del orgasmo



A veces me pasa que tengo un orgasmo y me quedo pensando en cualquier cosa. Me pasó por ejemplo en el bungalow de un camping de Almería, en las últimas vacaciones que pasé en San José con Manuel, mi nuevo novio. Tiene él una sensibilidad y una especie de relación especial con mi coño, o quizá sea una pasión, o una fijación, o vete tú a saber el qué, pero me lo come como no me lo ha comido nadie en mucho tiempo (salvando quizá el turco ese con el que estuve en mis vacaciones de Grecia), y me corro con él de una manera especial y salvaje, hasta el punto de que me quedo como vahída, y cuanto más vahída me quedo, más sumida en mis pensamientos. No me da vergüenza reconocer que justo después de aquel orgasmo en San José, producido mientras me comía el coño, yo de espaldas a él, de rodillas en la cama, y él detrás, clavando su nariz en mi culo, me acordé de mis hijas, Ana y Lucía, de once y trece años respectivamente. A punto estuve de decir sus nombres cuando me derrumbé en la cama, y las ví en mi cabeza como en las películas, como cuando hay un sueño y la luz viene fuerte de detrás y lo llena todo y solo se ven las caras de los personajes. La imagen me trasladó a un recuerdo de ellas que me hizo llorar. Me preguntó Manuel si lloraba por el dolor, o por el orgasmo. No respondí porque no me gusta mentir y porque era demasiado difícil explicar por qué lloraba por mis hijas. Pero el recuerdo era hermoso, y lloraba de felicidad.

Una noche llegué a casa del trabajo a las diez y media y me encontré a mis hijas en casa revolucionadas. Se había colado en casa una salamandra. La mayor había tomado el mando y portaba un recogedor como arma y los guantes de fregar como protección. "Mamá, se nos ha colado una salamandra". Perseguimos al bicho por toda la casa, movimos muebles, armarios y mesas y abrimos ventanas y puertas, pero aquella escurridiza hija de puta era más hábil que nosotras y siempre aparecía en el techo, o encima de una puerta, o asomando la cola debajo de un mueble que parecía imposible mover. Mis hijas empezaron a agotarse y Ana, la pequeña, me preguntó qué podíamos hacer, pero se adelantó la mayor. "Y qué vamos a hacer, pues echarla. ¿O vamos a dormir con ella?". Pues eso, que a veces la pequeña cabrona preadolescente tenía razón y vuelta a empezar con la salamandra.

A la una menos cuarto de la noche la salamandra se colocó encima del marco de la puerta de la terraza y empezó a temblar, probablemente tan agotada como nosotras, y soltó una pata de la pared. Ante éste primer síntoma de debilidad del bicho, miré a Lucía, que empuñó el recogedor con frialdad, y después a Ana, que se había quedado dormida en el sofá con la linterna del móvil encendida. La salamandra se desplomó y quedó inconsciente en el suelo del salón. "¡Ha caído!" Con el grito de su hermana, la pequeña se despertó y pegó un salto del sofá con el móvil en la mano. Atenta como si fuera el cámara de un evento deportivo, la maldita niña encendió la cámara del móvil y se puso a grabar. Ana se lanzó con el recogedor, cazó a la salamandrá y la lanzó por la ventana sin piedad. Fue su agotamiento contra el nuestro, y perdió el pobre animal como no quedaba más remedio. Las tres nos pusimos a gritar y a abrazarnos, y mientras Ana todavía nos grababa, con solo once añitos soltó por su boquita "¡La familia unida por una salamandra!". En su momento me hizo gracia, como me hacen gracia sus graciejos en general y su particular transcurrir por el mundo de los adultos, pero al día siguiente, qué coño, cuando vi el video, lloré. Hacia mucho tiempo que no pasábamos un rato las tres, juntas, riéndonos, unidas en un empeño, aunque fuera pequeño, como el de cazar a aquella estúpida salamandra. Y había sido un año duro, un año de muchas desilusiones y muchas peleas. El primer año que mis hijas tuvieron que entender que su madre también tenía novios.

Manuel dijo mi nombre cuatro veces hasta que le oí. Me giré y él se tumbó a mi lado, todavía húmeda y caliente su cara, con su olor a mí. Llevaba la camiseta puesta, sudada, porque él sudaba, y había un dibujo en ella. El de una salamandra. Por lo menos no estoy tan loca, pensé, y le besé antes de darle a él lo mismo que él me había dado a mí.

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